miércoles, 17 de agosto de 2011

Una de gemelos


Una carta hallada entre los papeles del finado Mortimer Barr

Usted me pregunta si, en mi experiencia como uno de una pareja de gemelos, yo observé jamás algo inexplicable por las leyes naturales, con las que hemos percibido. En cuanto a eso va a juzgar, acaso no hemos percibido todo con las mismas leyes naturales. Usted puede conocer algunas que yo no conozco, y lo que es inexplicable para mí puede ser muy claro para usted.
Usted conocía a mi hermano John, o sea, lo conocía cuando sabía que yo no estaba presente, pero ni usted ni, creo, ningún ser humano podía distinguir entre él y yo, si nosotros elegíamos parecer igual. Nuestros padres no podían, la nuestra es la única instancia de la que tengo algún conocimiento, de una semejanza tan cercana como esa. Yo hablo de mi hermano John, pero no estoy del todo seguro, de que su nombre no fuera Henry y el mío John. Nosotros fuimos bautizados de forma regular, pero después, en el mismo acto de tatuarnos unas marcas menudas que nos distinguían, el operador perdió la cuenta; y aunque yo llevo en mi antebrazo una “H” menuda y él lleva una “J”, no es de ningún modo cierto que las letras no deban haber sido transpuestas. Durante nuestra infancia nuestros padres nos trataban de distinguir, más obviamente, por nuestra ropa y otros simples dispositivos, pero nosotros nos cambiábamos los trajes con tal frecuencia, y eludíamos al enemigo de tal forma, que ellos abandonaron todos esos intentos ineficaces, y durante todos los años que vivimos juntos en el hogar, todo el mundo reconocía la dificultad de la situación, y hacían lo mejor al llamarnos a ambos “Jehnry”. Yo me he asombrado a menudo de la temperancia de mi padre, al no marcarnos de modo conspicuo en nuestras frentes indignas, pero como éramos tolerables buenos muchachos, y usábamos nuestro poder de embarazo y fastidio con comendable moderación, escapamos al hierro. Mi padre era, de hecho, un hombre de singular buena naturaleza, y yo pienso que disfrutaba tranquilo la broma pesada de la naturaleza.
Pronto después de haber llegado a California, y asentado en San José (donde la única buena fortuna que nos esperaba, era nuestro encuentro con tal suerte de amigo como usted), la familia, como sabe, fue quebrada por la muerte de ambos padres míos en la misma semana. Mi padre murió insolvente y la hacienda fue sacrificada para pagar sus deudas. Mis hermanas retornaron a los parientes en el Este, pero debido a vuestra amabilidad John y yo, entonces con veintidós años de edad, obtuvimos empleo en San Francisco, en diferentes barrios de la ciudad. Las circunstancias no nos permitían vivir juntos, y nos veíamos el uno al otro de forma infrecuente, a veces no más a menudo que una vez a la semana. Como teníamos pocos conocidos en común, el hecho de nuestro extraordinario parecido era poco sabido. Yo llego ahora al asunto de su pesquisa.
Un día poco después de haber llegado a esta ciudad, yo estaba caminando por la calle Market a la caída de la tarde, cuando fui abordado por un hombre bien vestido de mediana edad, quien después de saludarme cordialmente dijo: -Stevens, yo sé, por supuesto, que no sale mucho, pero le he dicho a mi esposa sobre usted, y ella se va a alegrar de verlo en la casa. Yo tengo la noción también, de que mis muchachas son dignas de ser conocidas. Supongamos, que usted viene mañana a las seis y cena con nosotros, en famille; y luego, si las damas no lo pueden divertir después, yo me quedaré con unos pocos juegos de billar.
Esto fue dicho con una sonrisa tan brillante y una manera tan atractiva, que yo no tuve corazón para negarme, y aunque nunca había visto al hombre en mi vida, le repliqué con prontitud: -Usted es muy bueno, señor, y me dará un gran placer aceptar la invitación. Por favor, presente mis cumplidos a la sra. Margovan, y pídale que me espere.
Con un apretón de mano y una agradable palabra de despedida, el hombre pasó de largo. Que me había tomado por mi hermano era lo suficiente llano. Ese era un error al que yo estaba acostumbrado, y que no era mi hábito rectificar, a menos que el asunto pareciera importante. ¿Pero cómo yo había sabido que el nombre de ese hombre era Margovan? Ciertamente, no era un nombre que uno aplicaría a un hombre al azar, con una probabilidad de que eso sería correcto. En el punto del hecho, el nombre era tan extraño para mí como el hombre.
A la mañana siguiente me apuré a donde mi hermano estaba empleado, y lo encontré saliendo de la oficina con un número de cuentas que iba a cobrar. Le dije cómo lo había “comprometido”, y agregué que si a él no le importaba mantener el compromiso, yo estaría encantado de continuar la personificación.
-Eso es raro -dijo pensativo-. Margovan es el único hombre aquí en la oficina, a quien yo conozco bien y me agrada. Cuando él llegó esta mañana, y habíamos pasado por los saludos usuales, algún impulso singular me provocó a decir: "Oh, le pido perdón, señor Margovan, pero me descuidé de pedirle su dirección." Yo tengo la dirección, pero qué iba a hacer con ésta bajo el sol, hasta ahora no lo sé. Es bueno de tu parte que te ofrezcas a aceptar la consecuencia de tu impudencia, pero yo mismo me voy a comer esa cena, si te place.
Él se comió un número de cenas en el mismo lugar; más de las que eran buenas para él, yo puedo agregar sin despreciar su calidad, pues se enamoró de la sta. Margovan, le propuso matrimonio y fue aceptado sin corazón.
Varias semanas después de yo haber sido informado del compromiso, pero antes de haber sido conveniente para mí ir a conocer a la joven y su familia, encontré un día en la calle Kearney a un hombre buen mozo, pero de aspecto un tanto disipado, a quien algo me provocó a seguir y vigilar, lo que hice sin algún escrúpulo cualquiera. Éste volteó por la calle Geary y la siguió hasta que llegó a la plaza Union. Allí miró su reloj, luego entró a la plaza. Merodeó por los senderos algún tiempo, evidentemente, esperando a alguien. De repente, se le unió una bella mujer joven y vestida a la moda, y los dos se alejaron caminando hacia la calle Stockton, yo siguiendo. Ahora sentía la necesidad de una cautela extrema, pues aunque la muchacha era una extraña, me pareció que me había reconocido de un vistazo. Dieron varias vueltas de una calle a otra y, finalmente, después que ambos habían echado una mirada apurada a todo alrededor, -que yo apenas evadí al pasar a un portal-, entraron a una casa, de la que no me importa declarar la locación. Su locación era mejor que su carácter.
Yo protesto que mi acción de jugar al espía con esos dos extraños, fue sin un motivo asignable. Fue una de la que podría o no podría tener vergüenza, de acuerdo con mi estimado del carácter de la persona que la averigue. Como una parte esencial de la narración educida por su pregunta, es relatada aquí sin vacilación o vergüenza.
Una semana más tarde John me llevó a la casa de su presunto suegro, y de la sta. Margovan, como usted ya ha supuesto pero, para mi profundo asombro, yo reconocí a la heroína de la aventura deshonrosa. Una gloriosa bella heroína de una aventura deshonrosa, debo admitir en justicia que era ella, pero ese hecho tiene sólo esta importancia: su belleza fue tal sorpresa para mí, que ésta arrojaba una duda sobre su identidad, con la mujer joven que yo había visto antes; ¿cómo podría la fascinación maravillosa de su rostro, haber dejado de golpearme en ese momento? Pero no, ahí no había posibilidad de error, la diferencia se debía al traje, la luz y el entorno general.
John y yo pasamos la tarde en la casa, soportando, con la fortaleza de la larga experiencia, las burlas lo suficiente delicadas que nuestro parecido, naturalmente, sugería. Cuando la joven dama y yo fuimos dejados solos por unos pocos minutos, yo la miré al rostro en escuadra y dije con súbita gravedad:
-Usted también, señorita Margovan, tiene una doble: yo la vi por la tarde el martes pasado, en la plaza Union.
Ella apuntó sus grandes ojos grises hacia mí por un momento, pero su vistazo fue un ápice menos estable que el propio mío, y lo retiró, fijando éste en la punta de su zapato.
-¿Era ella muy parecida a mí? -preguntó, con una indiferencia que yo pensé un poco exagerada.
-Tan parecida -dije-, que yo la admiré bastante, y no estando deseoso de perderla de vista, le confieso que la seguí hasta allí; señorita Margovan, ¿usted está segura de que entiende?
Ella ahora estaba pálida, pero calmada por entero. Levantó sus ojos hacia los míos de nuevo, con una mirada que no titubeó.
-¿Qué usted desea que yo haga? -preguntó-. Usted no necesita temer nombrar sus términos. Yo los acepto.
Era llano, incluso en el breve tiempo dado a mí para la reflexión, que al tratar con esta muchacha los métodos ordinarios no la harían, y las exacciones ordinarias no eran necesarias.
-Señorita Margovan -dije, sin dudas con algo en mi voz de la compasión que tenía en el corazón-, es imposible no pensar que usted, es la víctima de alguna compulsión horrible. En lugar de imponerle nuevos embarazos, yo preferiría ayudarla a recobrar su libertad.
Ella sacudió la cabeza con tristeza y sin esperanza, y yo continué con agitación:
-Su belleza me enerva. Yo estoy desarmado por su franqueza y angustia. Si usted es libre de actuar a conciencia hará, creo, lo que conciba sea lo mejor; si no lo es, bueno, ¡que el cielo nos ayude a todos! Usted no tiene nada que temer de mí, salvo esa oposición a este matrimonio, que yo pueda tratar de justificar en... en otros terrenos.
Esas no fueron mis palabras exactas, pero ese era el sentido de éstas, tan cerca como mis súbitas emociones en conflicto me permitían expresarlo. Me levanté y la dejé sin otra mirada a ella, me encontré con los otros mientras re-entraban a la habitación, y dije tan calmado como podía: -Yo le he estado deseando buenas noches a la señorita Margovan, es más tarde de lo que pensaba.
John decidió ir conmigo. En la calle me preguntó si había observado algo singular en la manera de Julia.
-Yo pensé que estaba enferma -repliqué-, por eso es que me fui. Nada más fue dicho.
La tarde siguiente llegué tarde a mi alojamiento. Los eventos de la tarde anterior me habían puesto nervioso y enfermo, yo había tratado de curarme y alcanzar a aclarar el pensamiento caminando al aire libre, pero estaba oprimido por un horrible presagio del mal, un presagio que no podía formular. Era una noche fresca, de niebla, mi ropa y cabello estaban húmedos y me sacudía con frío. Con mi bata-peinador y zapatillas, delante de una ardiente parilla de carbones, estaba incluso más incómodo. Ya no temblaba más sino me estremecía, hay una diferencia. El espanto de alguna calamidad inminente era tan fuerte y desalentador, que traté de ahuyentarlo invitando a un pesar real, traté de disipar la concepción de un futuro terrible, sustituyendo la memoria de un pasado doloroso. Recordé la muerte de mis padres, y me esforcé para fijar mi mente en las últimas escenas tristes, al lado de sus camas y sus tumbas. Todo parecía vago e irreal, como si hubiera ocurrido eras atrás y a otra persona. Súbitamente, golpeando a través de mi pensamiento, y partiéndolo como una cuerda tensa es partida por el golpe de un acero -no puedo pensar en otra comparación-, ¡oí un grito agudo, como de uno en una agonía mortal! La voz era la de mi hermano, y parecía venir de la calle afuera de mi ventana. Salté hacia la ventana y la abrí de golpe. Una lámpara de calle, opuesta de modo directo, arrojaba una luz lánguida y fantasmal sobre el pavimento mojado y las fachadas de las casas. Un único policía, con el cuello de la camisa alzado, estaba recostado contra un poste de portón, fumando un puro de forma tranquila. No había nadie más a la vista. Yo cerré la ventana y jalé abajo la persiana, me senté delante del fuego y traté de fijar mi mente en mi entorno. A modo de asistencia, como la ejecución de algún acto familiar, miré mi reloj, éste marcaba las once y media. ¡De nuevo oí ese grito horrendo! Parecía en la habitación, a mi costado. Estaba asustado, y por unos momentos no tuve el poder de moverme. Unos pocos minutos más tarde -no tengo un recuerdo del tiempo intermedio-, me encontré apremiado a lo largo de una calle no familiar, tan rápido como podía caminar. Yo no sabía dónde estaba, ni adónde iba, pero de repente saltaba por los peldaños de una casa, delante de la que había dos o tres carruajes, y en la que había luces móviles y una sometida confusión de voces. Era la casa del sr. Margovan.
Usted conoce, buen amigo, lo que había ocurrido allí. En una cámara yacía Julia Margovan, horas de muerta por un veneno; en la otra John Stevens, sangrando por una herida de pistola en el pecho, infligida por su propia mano. Cuando yo irrumpí en la habitación, empujé a los médicos a un lado y puse mi mano sobre su frente, él abrió los ojos, miró en blanco, los cerró con lentitud y murió sin un signo.
Yo no conocí más hasta seis semanas después, cuando había sido cuidado, devuelto a la vida por su propia santa esposa en su propio bello hogar. Todo eso usted lo conoce, pero lo que no conoce es esto -que, sin embargo, no lleva al sujeto de sus investigaciones psicológicas- al menos, no a esa rama de éstas en la que, con una delicadeza y consideración todas propias suyas, usted ha pedido menos asistencia, de la que yo pienso le he dado.
Una noche de luna varios años después, yo estaba pasando por la plaza Union. Era una hora tardía y la plaza estaba desierta. Ciertas memorias del pasado, naturalmente, vinieron a mi mente al llegar al sitio, donde una vez había sido testigo de esa asignación fatal, y con esa perversidad inexplicable, que nos provoca a habitar con pensamientos del más doloroso carácter, me senté en uno de los bancos para gustarlos. Un hombre entró a la plaza, y vino a lo largo del paseo hacia mí. Sus manos estaban apretadas detrás de él, su cabeza estaba bajada, parecía no observar nada. Al aproximarse a la sombra en la que yo estaba sentado, lo reconocí como el hombre a quien había visto encontrar a Julia Margovan, años antes en ese sitio. Pero estaba alterado de una forma terrible, gris, desgastado y demacrado. La disipación y el vicio estaban en evidencia en cada mirada, la enfermedad no era menos aparente. Su ropa estaba en desorden, su cabello caía sobre su frente con un desarreglo, que una vez fue extraño y pintoresco. Parecía más ajustado a la restricción que a la libertad, la restricción de un hospital.
Sin un propósito definido, me levanté y lo confronté. Él levantó la cabeza y me miró de lleno al rostro. Yo no tengo palabras para describir, el cambio fantasmal que se produjo en él mismo, era una mirada de terror indecible, se pensaba cara a cara con un fantasma. Pero era un hombre corajudo. -¡Maldito seas, John Stevens! -gritó, y alzando su brazo trémulo lanzó su puño a mi rostro débilmente, y cayó de cabeza sobre la gravilla, mientras yo me alejaba caminando.
Alguien lo encontró allí, muerto como una piedra. Nada más se conoce de él, ni incluso su nombre. Conocer de un hombre que éste está muerto, debería ser suficiente.

Título original: One of Twins, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, octubre de 1888, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Karl Witkowski, Playing With Fire, XX.