jueves, 7 de julio de 2011

Qué ocurrió en Franklin


Por varios días, en la nieve y la lluvia, el pequeño ejército del general Schofield se había agazapado, en sus defensas construidas de modo apresurado en Columbia, Tennessee. Se había retirado a toda prisa de Pulaski, a treinta millas al sur, arribando justo a tiempo para frustrar a Hood, quien marchando desde Florence, Alabama por otro camino, con una fuerza de más del doble de nuestro vigor, había esperado interceptarnos. De haber sido exitoso, se hubiera embolsado de forma indudable todo el puñado de nosotros. Así como fue, éste simplemente tomó posición enfrente nuestro, y nos dio pleno empleo pero no atacó, conocía una treta que valía por dos eso.
Duck River estaba directo en nuestra retaguardia, yo supongo que nuestros ambos flancos descansaban en éste. El pueblo estaba entre éstos. Una noche -la del 27 de noviembre de 1864- arrancamos las estacas y cruzamos a la orilla norte, para continuar nuestra retirada hacia Nashville, donde estaba Thomas y situarnos con seguridad, tal seguridad como es conocida en la guerra. Ya era muy tiempo también, pues antes del mediodía del día siguiente, la caballería de Forrest vadeó el río a unas pocas millas arriba de nosotros, y empezó a empujar a nuestros propios caballos hacia Spring Hill, a diez millas en nuestra retaguardia, en nuestro único camino. ¿Por qué nuestra infantería no fue puesta de inmediato en movimiento, hacia el punto amenazado, tan vital para nuestra seguridad?, el general Schofield lo podría haber dicho mejor que yo. Sea como sea, nos situamos allí inactivos todo el día.
A la mañana siguiente -una brillante y hermosa- la brigada del coronel P. Sidney Post fue tirada afuera, río arriba cuatro o cinco millas, para ver lo que pudiera ver. Lo que ésta vio fue la cabeza de la columna de Hood, viniendo por un puente de pontón, y habría sido justo un lindo espectáculo, para uno a quien no le concerniera. Nos concernía a nosotros bastante agudamente.
Como miembro del personal del coronel Post, yo fui favorecido, naturalmente, con una buena vista de la ejecución. Nosotros nos formamos en línea de batalla a una distancia, acaso, de una media milla de la cabeza del puente, pero esa columna infinita de gris y acero nos prestó no más atención, que si hubiéramos sido una multitud de parientes granjeros. ¿Por qué debía? Ésta sólo tenía que hacer frente a la izquierda, para ser en sí misma una línea de batalla. Mientras tanto tenía un negocio más urgente en la mano, que cepillar a una brigada menuda cuya única ofensa era la curiosidad; la estaba haciendo hacia Spring Hill con todas sus piernas y ruedas. Hora tras hora miramos ese flujo incesante de infantería y artillería, hacia la retaguardia de nuestro ejército. Era un espectáculo enervante, aunque nosotros nunca dudamos por un momento que, actuando según la inteligencia suministrada por nuestra sucesión de correos, nuestra fuerza entera se estaba moviendo con rapidez hacia el punto de contacto. La batalla de Spring Hill obviamente se había decretado. Obviamente también, nuestra brigada de observación estaría entre las últimas en prestar una mano en ésta. La idea nos enojaba, nos ponía inquietos y resentidos. Nuestros hombres montados cabalgaron hacia adelante, y de vuelta detrás de la línea, nerviosos y afligidos; los hombres en las filas buscaron alivio en los frecuentes cambios de postura, en mudar su peso de una pierna a la otra, en la innecesaria inspección de sus armas, y en ese recurso infalible del soldado descontento, la audible maldición de esos en las monturas de la autoridad. Pero nunca, por más de un momento a un tiempo, alguno removió los ojos de ese desfile fascinante y portentoso.
Hacia el atardecer fuimos llamados para conocer que, de nuestras cinco divisiones de infantería, con sus baterías, numeración de veintitrés mil hombres, sólo una -la de Stanley, de apenas cuatro mil- había sido enviada a Spring Hill ¡para enfrentar ese formidable movimiento de los tres cuerpos veteranos de Hood! ¿Por qué Stanley no fue borrado de inmediato?, es aún un asunto de controversia. Hood, quien estuvo temprano en el terreno, declaró que él dio las órdenes necesarias y trató en vano que se cumplieran; Cheatham, al comando de sus cuerpos líderes, que no lo hizo. Sin dudas, la disputa aún está siendo llevada entre estos caciques, desde sus lechos de asfódelo y moli en el Elíseo. En mucho es cierto: Stanley movió lejos a Forrest, y mantuvo de modo exitoso la juntura de los caminos contra la división de Cleburne, la única infantería que lo atacó.
Esa noche el ejército confederado entero se situó a media milla de nuestro camino, mientras todos nosotros nos escurríamos, la infantería, la artillería y los trenes. Las fogatas del enemigo brillaban rojizas -miles de éstas-, pareciendo sólo a un tiro de piedra de nuestra columna apurada. Sus hombres eran plenamente visibles alrededor de éstas, cocinando sus cenas, una visión tan increíble que muchos de los propios nuestros, pensando que eran amigos, se desviaron hacia ellos y no retornaron. A intervalos de unos pocos cientos de yardas, pasamos como figuras vagas montados a caballo por el borde del camino, impuesto el silencio. Una precaución innecesaria, nosotros no podríamos haber hablado si hubiéramos tratado, pues nuestros corazones estaban en nuestras gargantas. Pero los tontos están al peculiar cuidado de Dios, un árido de sus métodos de protección es la estupidez de los otros tontos. Al amanecer nuestro último hombre y última carreta, habían pasado el sitio fatídico sin ser desafiados, y nuestra primera estaba entrando en Franklin, a diez millas de distancia. A despecho de los espiritosos ataques de la caballería a los trenes y la reta-guardia, todos estaban en Franklin al mediodía, y esos hombres que se podían mantener despiertos, estaban tirando una ligera línea de defensa, cerrando el pueblo.
Franklin se sitúa -o en ese tiempo se situaba, yo no sé qué la exploración podría descubrir ahora- en la orilla sur de un río menudo, el Harpeth de nombre. Por dos millas hacia el sur había una llanura casi plana, abierta que se extendía a una cadena de colinas bajas, a través de las que pasaba la carretera por la que habíamos venido. Desde algunos farallones de la precipitada orilla norte del río, había una vista dominante de todo ese terreno abierto que, aunque tenía más de una milla de distancia, parecía casi a los pies de uno. En ese terreno elevado el tren de carretas se había aparcado, y el general Schofield se había estacionado él mismo, el anterior por la seguridad, el último por la vista. Ambos estaban guardados por la división de infantería del general Wood, de la que mi brigada era una parte. “Estamos de una bonita suerte”, dijo un miembro del personal de la división. Con alguna previsión de lo que iba a venir, y un vivo recuerdo de la tensión nerviosa de la indefensa observación, yo no pienso que fuera suerte. En la actividad de la batalla uno no siente cómo el cabello de uno, se pone gris con las vicisitudes de la emoción.
Por alguna razón desconocida por el escritor, el general Schofield había traído junto con él al general D.S. Stanley, que comandaba dos de sus divisiones, la nuestra y otra, que no estaba “de suerte”. En la batalla seguida, cuando ese excelente oficial no pudo soportar más la tensión, se desbocó por el puente como un disparo, y encontró alivio en el infierno de debajo, donde fue prontamente tumbado de la montura por una bala.
Nuestra línea, con sus brigadas de reserva, estaba a una milla y media a lo largo, ambos flancos en el río, arriba y abajo del pueblo, una mera cabeza de puente. Éste no parecía un obstáculo muy formidable, para la marcha de un ejército de más de cuarenta mil hombres. Con un temple más tranquilo, que en cual su fracaso de Spring Hill lo había puesto, Hood habría pasado, probablemente, alrededor de nuestra izquierda, y nos habría echado afuera con facilidad, ¡lo que en justicia le hubiera dado derecho a la gran medalla de oro de la Sociedad humana! Al parecer, no era su día para salvar la vida.
Hacia la mitad de la tarde, nuestros anteojos de campo captaron la cabeza de la columna confederada, emergiendo de la cadena de colinas previamente mencionada, donde era cortada por el camino de Columbia. Pero -¡ominosa circunstancia!- ésta no vino. Se volvió hacia su izquierda, en ángulo recto, moviéndose a lo largo de la base de las colinas, paralelo a nuestra línea. Otras cabezas de columna vinieron por otras brechas, y sobre las crestas lejos a lo largo, desplegándose impúdicamente en el terreno nivelado, con un espectacular despliegue de banderas y destellos de armas. Yo no recuerdo que fueran molestadas, incluso por los cañones del general Wagner, quien había sido apostado tontamente con dos brigadas menudas en la carretera, a media milla en nuestro frente, donde era innecesario para la información e impotente para la resistencia. Mi recuerdo es que nuestros colegas, allá abajo en sus trincheras poco profundas, notaron esas portentosas disposiciones sin la mínima manifestación de incivilidad. Y en cuestión de hecho, a muchos de ellos sus oficiales compasivos les permitieron dormir. Y en verdad hacía un buen tiempo para eso: el sueño estaba en la misma atmósfera. El sol ardía carmesí en un cielo grisáceo-azulado, a través de una delicada neblina de verano indio, tan hermosa como un día de ensueño en el paraíso. Si uno se hubiera dado a moralizar, uno podría haber hallado material a plenitud para las homilías, en el contraste entre esa pacífica tarde otoñal y el negocio sangriento que ésta tenía en la mano. Si algún buen capellán fracasó en “mejorar la ocasión”, vamos a esperar que vivió para lamentar en un saco-de-tela-de-oro y cenizas-de-rosas su no frugalidad intelectual.
La puesta de ese ejército en formación de batalla -su cambio de columnas a líneas-, no podía haber ocupado más de una hora o dos, aunque pareció una eternidad. Sus ociosas evoluciones eran irritantes, pero por último se movió hacia adelante con expiante rapidez, y la lucha fue. Primero, la tormenta golpeó a las aisladas brigadas de Wagner que, desvanecidas en el fuego y el humo, al instante reaparecieron como una confusa masa de fugitivos, mezclados con sus perseguidores de forma inextricable. Ellos no habían contenido el avance un momento y, como podía haber sido previsto, eran ahora un peligro para la línea principal, que se podía proteger a sí misma sólo con la masacre de sus amigos. A la derecha y a la izquierda, sin embargo, nuestros cañones entraron en juego y, de modo simultáneo, un furioso fuego de infantería rompió a lo largo del frente entero, exceptuado el centro paralizado. Pero nada podía contener a esos gallardos rebeldes, de un encuentro mano a mano con la bayoneta y la culata, y éste les fue concedido con una cordial buena voluntad.
Mientras tanto, los conquistadores de Wagner se estaban vertiendo a través del parapeto, como el agua por una presa. Los cañones que habían perdonado a los fugitivos, no tenían tiempo ahora para disparar; sus soportes de infantería cedieron, y por un espacio de más de doscientas yardas, en el mismo centro de nuestra línea, los asaltantes, locos de exultación, lo tuvieron todo a su propia manera. Desde la derecha y la izquierda, sus masas grises convergieron en la brecha, empujaron al través y luego, esparcidos, echaron a nuestros hombres fuera de los parapetos, que se mantenían tan arduamente contra el ataque en su frente. Desde nuestro punto de vista en el farallón, podíamos demarcar la constante ampliación de la brecha, la estable invasión de esa masa llameante y humeante, contra su oposición desordenada.
-Todo está con nosotros -dijo el capitán Dawson, del personal de Wood-, voy a tener una fumada tranquila.
Yo no dudo que él mismo se suponía haber llevado el calor y la carga de la refriega. En medio de sus preparativos para una fumada, se detuvo y miró de nuevo: un nuevo tumulto de mosquetería se había desatado. El coronel Emerson Opdycke había lanzado su brigada de reserva al mêlée, y estaba disputando de forma encarnizada la ventaja de la Confederación. Otros regimientos frescos se unieron a la contracarga, grupos de hombres sin comandante en retirada retornaron a su parapeto, y siguió una contienda mano a mano de furia increíble. Dos borrones de colores largos, irregulares, mutables y tumultuosos se estaban consumiendo el borde el uno al otro, a lo largo de la línea de contacto. Tal obra del diablo no dura largo tiempo, y tuvimos el gran júbilo de verla terminar no como empezó, sino “más cercana al deseo del corazón”. Con lentitud, el borrón móvil se movió lejos del pueblo, y de repente la mitad gris de éste se disolvió en sus unidades elementales, todo en una lenta recesión. Los cañones retomados en las troneras, lanzaron arriba elevadas nubes de humo blanco; al este y al oeste, a lo largo del parapeto reocupado, corrió una línea de rojo brumoso, hasta que la cresta fierabrás estuvo sin descanso de flanco a flanco. Probablemente, hubo algún vitoreo yankee, como sin dudas había habido el “grito rebelde”, pero mi memoria no recuerda ninguno. Hay muchas batallas en una guerra, y muchos incidentes en una batalla: uno no lo recuerda todo. Posiblemente, yo no tengo un oído retentivo.
Mientras ese vivo trabajo se estuvo haciendo en el centro, no hubo falta de diligencia en otro lugar, y ahora todos estaban tan ocupados como abejas. Yo he leído de muchos “ataques sucesivos” -“carga tras carga”-, pero creo que los únicos asaltos después del primero, fueron los de las segundas líneas confederadas y, posiblemente, de algunas de las reservas; ciertamente, no hubo un visible abatimiento y renovación del esfuerzo en algún lugar, excepto cuando los hombres que habían sido empujados, fuera de los parapetos hacia atrás, trataron de volver a entrar. Y todo el tiempo hubo lucha allí.
Después de reponer su línea los vencedores no podían limpiar su frente, pues los asaltantes frustrados no habían desistido. Por toda la abierta comarca de su retaguardia, bien atrás hacia la base de las colinas, vagaban los despojos de la batalla, los heridos que eran capaces de caminar, y a través del tropel en retroceso, avanzando a empujones aquí y allá, los jinetes con órdenes y los lacayos, quienes nosotros sabíamos estaban cargando las municiones. No habían carretas ni furgones: el enemigo no estaba usando, y no podía usar, su artillería. A lo largo de la línea de fuego podíamos ver, vagamente en el humo, a los oficiales montados, aislados y en grupos menudos, intentando forzar a sus caballos a través del ligero parapeto, pero todos se iban abajo. De esa banda devota era el gallardo general Adams, cuyo cuerpo fue hallado sobre la ladera, y cuyas patas delanteras del animal estaban, realmente, dentro de la cresta. El general Cleburne yacía a unos pocos pasos más lejos, y otros cinco o seis oficiales generales tendidos por otro lugar. Fue un gran día para los confederados en la línea de promoción.
Por muchos minutos a un tiempo, amplios espacios de la batalla fueron velados por el humo. De lo que podía estar ocurriendo allí, la conjetura daba un reporte aterrador. En un peligro visible la observación es una suerte de defensa, contra lo invisible alzamos una mano trémula. Siempre de esas regiones de oscuridad esperamos lo peor, pero siempre la nube alzada reveló una situación inalterada.
Los asaltantes empezaron a ceder. No hubo una retirada general, en muchos puntos la lucha continuó, con ferocidad disminuida y alcance aumentado, bien hacia la noche. Se convirtió en un affair de centellante mosquetería y amplias llamaradas de artillería, luego ésta se hundió en el silencio en la oscuridad.
Bajo órdenes de continuar la retirada, Schofield podía hacer eso ahora sin ser molestado: Hood había sufrido una pérdida tan terrible en la vida y la moral, que no estaba en condición para una persecución efectiva. Como en Spring Hill, el amanecer nos encontró en el camino con toda nuestra impedimenta, excepto algunos de nuestros heridos, y esa noche acampamos bajo los cañones protectores de Thomas, en Nashville. Nuestro gallardo enemigo nos siguió con audacia, y se fortificó a un alcance de rifle, donde permaneció por dos semanas sin disparar un cañón, y luego fue destruido.

Título original: What Occurred at Franklin, publicado por primera vez en ..., ... de 1906, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Lafayette Ragsdale, Wizard Of The Saddle, XXI.