miércoles, 20 de julio de 2011

El capitán del Camel


El barco se llamaba Camel. De algún modo era un bajel extraordinario. Pesaba seiscientas toneladas, pero cuando había tomado suficiente lastre, para cuidarse de volcarse como un pato cazado, y estaba aprovisionado para un viaje de tres meses, fue necesario ser harto fastidioso en la elección de la carga y los pasajeros. Para ilustración, mientras estaba a punto de dejar el puerto, un bote vino por el costado con dos pasajeros, un hombre y su esposa. Éstos habían reservado el día anterior, pero se habían quedado en tierra para tener una comida más decente, antes de comendarse al “salado barato”, como el hombre llamaba a la vianda del barco. La mujer subió a bordo, y el hombre se estaba preparando para seguir, cuando el capitán se inclinó por el costado y lo vio.
-Bueno -dijo el capitán-, ¿qué usted quiere?
-¿Qué yo quiero? -dijo el hombre, echando mano de la escala-. Yo voy a embarcar en este barco aquí, eso es lo que quiero.
-No con toda esa gordura en usted -rugió el capitán-. Usted no pesa una onza menos de dieciocho piedras, y yo tengo que tener mi ancla aún. ¿Usted no me haría dejar el ancla, supongo?
El hombre dijo que no le importaba el ancla, él era justo como Dios lo había hecho (parecía como si su cocinero hubiera tenido algo que ver con eso) y, hundido o nadando, se proponía embarcar en ese barco. Una buena porción de disputa siguió, pero uno de los marineros, finalmente, le lanzó al hombre un salvavidas de corcho, y el capitán dijo que lo iba a aligerar y podría venir afuera.
Ese era el capitán Abersouth, en lo anterior del Mudlark, tan buen marino que siempre se sentaba en la borda a leer una novela de tres volúmenes. Nada podía igualar la pasión de ese hombre por la literatura. En cada viaje ponía tantos fardos de novelas, que no había estiba para la carga. Había novelas en la bodega, novelas en el entrepuente, novelas en el salón y en las camas de los pasajeros.
El Camel había sido diseñado y construido por su dueño, un arquitecto de la ciudad, y parecía tan mucho un barco, como el arca de Noé lo parecía. Éste tenía ventanas voladizas y una veranda, una cornisa y puertas en la línea de flotación. Esas puertas tenían aldabas y campanas de sirvientes. Había habido un fútil intento en un área. El salón de pasajeros estaba en la cubierta superior, y tenía un techo de teja. A esa estructura jorobada el barco debía su nombre. Su diseñador había erigido diversas iglesias -la de San Ignotus aún se utilizaba como cervecera en Hotbath Meadows- y, poseso de la idea eclesiástica, había dado al Camel un crucero, pero hallando que eso impedía su paso por el agua, lo había eliminado. Eso debilitó el medio del bajel. El mástil mayor era algo así como una aguja. Éste tenía un cataviento. Desde ese chapitel el ojo dominaba una de las vistas más bellas de Inglaterra.
Tal era el Camel cuando yo me le uní en 1864, para un viaje de descubrimiento al polo sur. La expedición estuvo bajo los “auspicios” de la Real sociedad para la promoción del juego limpio. En una reunión de esa excelente asociación, se había “resuelto” que la parcialidad de la ciencia con el polo norte, era una odiosa distinción entre dos objetos igualmente meritorios; que la naturaleza había marcado su desaprobación de eso, en el caso de sir John Franklin y muchos de sus imitadores, que eso les sirvió justo muy bien; que esa empresa debía ser asumida, como una protesta contra el espíritu de sesgo indebido; y, finalmente, que ninguna parte de la responsabilidad o expensa debía delegar en la sociedad en su carácter corporativo, pero que cualquier miembro individual podía contribuir al fondo si era lo suficiente tonto. Es sólo una justicia común decir que ninguno de ellos lo fue. Al Camel meramente se le partió el cable un día, mientras yo estaba a bordo por casualidad; se fue a la deriva fuera del puerto hacia el sur, seguido por las execraciones de todos quienes lo conocían, y no podía volver. En dos meses había cruzado el ecuador, y el calor empezó a hacerse insoportable.
Súbitamente, estábamos encalmados. Había habido una buena brisa hacia las tres de la tarde, y el barco había hecho tan mucho como dos nudos por hora cuando, sin una palabra de advertencia, las velas empezaron a hincharse de una manera equívoca, debido al ímpetu que el barco había adquirido; y luego, cuando éste expiró, colgaron tan mustias y exánimes como los faldones de una casaca. El Camel no sólo se quedó parado inmóvil, sino que se movió un poco atrás, hacia Inglaterra. El viejo Ben, el contramaestre, dijo que él sólo había conocido una calma más muerta, y que ésa fue, explicó, cuando Jack el predicador, un marinero reformado, se había excitado en un sermón en la capilla de un marino, y gritado que el arcángel Miguel tiraría al dragón al calabozo, y le daría una probada del final de la soga, ¡malditos sean sus ojos!
Nos quedamos en ese estado horrendo la mejor parte del año cuando, poniéndose impaciente, la tripulación me diputó para buscar al capitán y ver si no se podía hacer algo sobre eso. Lo encontré en una remota esquina con telaraña del entrepuente, con un libro en la mano. A un costado de él, las cuerdas recién cortadas, había tres fardos de Ouida, en el otro una montaña de la señorita M.E. Braddon se elevaba por encima de su cabeza. Había terminado Ouida y estaba abordando a la señorita Braddon. Estaba bastante cambiado.
-Capitán Abersouth -dije, andando de puntillas, para saltarme las laderas inferiores de la sta. Braddon-, ¿va a ser lo suficiente bueno para decirme, cuánto tiempo va a seguir esta cosa?
-No puedo decir que yo esté seguro -replicó sin apartar los ojos de la página-. Ellos, probablemente, la van a componer hacia la mitad del libro. Mientras tanto, el viejo Pondronummus va a enredar su aparejo, y a sacarle los papeles a Looney Haven, y el joven Monshure de Boojower va a venir por un millón. Entonces, si la orgullosa y justa Angelica no bolinea, y viene a su estela después de envenenar a ese abogado de mar, Thundermuzzle, yo no sé nada de las profundidades y bajíos del corazón humano.
Yo no podía tener una visión tan esperanzada de la situación, y fui a la cubierta sintiéndome muy desanimado. Tan pronto había sacado mi cabeza afuera, ¡observé que el barco se estaba moviendo a una alta tasa de velocidad!
Teníamos a bordo un ternero y un holandés. El ternero estaba encadenado por el cuello al mástil mayor, pero al holandés se le concedía una buena porción de libertad, siendo encerrado por la noche solamente. Había mala sangre entre los dos, una disputa de larga data, que tenía su origen en el apetito del holandés por la leche y el sentido de dignidad personal del ternero, la causa particular de la ofensa sería tedioso de relatar. Tomando ventaja sobre la siesta vespertina de su enemigo, el holandés ahora se las había arreglado para arrimarse a él, y había salido por el bauprés para pescar. Cuando el animal se despertó y vio a la otra criatura gozando de él mismo, se sentó a horcajadas sobre la cadena, apuntó con los cuernos, puso las patas traseras contra el mástil y se situó en curso hacia el ofensor. La cadena era fuerte, el mástil firme y el barco, como dice Byron, “andaba por el agua como una cosa en curso”.
Después de eso mantuvimos al holandés justo donde estaba, noche y día, el viejo Camel logrando una mejor velocidad, de la que jamás había logrado con el ventarrón más favorable. Sostuvimos hacia el sur.
Habíamos estado ya largo tiempo sin suficiente comida, en particular carne. No podíamos prescindir del ternero ni del holandés; y el carpintero del barco, esa tradicional primera ayuda al famélico, era una mera bolsa de huesos. Los peces no picaban ni eran picados. La mayoría del aparejo corrido del barco había sido utilizado en la sopa de macarrones; toda la obra de cuero, nuestros zapatos incluidos, había sido devorada en omelettes; con la estopa y el alquitrán habíamos hecho una ensalada justo soportable. Después de una breve carrera experimental como tripa, las velas habían partido de esta vida para siempre. Sólo quedaban dos cursos de los que escoger, podíamos comernos el uno al otro, como era la etiqueta del mar, o compartir las novelas del capitán Abersouth. ¡Una alternativa espantosa!, pero una elección. Y era raro, pienso yo, que a unos marineros hambrientos se les ofreciera una carga de barco, de los mejores autores populares ya asados por los críticos.
Nos comimos la ficción. Las obras que el capitán había arrojado a un costado duraron seis meses, pues la mayoría de éstas eran de autores mejor vendidos y estaban bien duras. Después que éstas se habían ido -por supuesto, algunas tuvieron que ser dadas al ternero y al holandés-, nos paramos junto al capitán tomando los otros libros de sus manos, mientras él los terminaba. A veces, cuando estábamos al parecer en nuestro último aliento, él se saltaba toda una página de moralización o un poco de descripción; y siempre, tan pronto como preveía con claridad el dénoûement -lo que hacía generalmente por la mitad del segundo volumen- la obra era entregada a nosotros sin una palabra de queja.
El efecto de esa dieta era no ingrato pero notable. Físicamente nos sostenía, mentalmente nos exaltaba, moralmente nos hacía sólo un poco peor de lo que éramos. Hablábamos como ningunos seres humanos jamás hablaron antes. Nuestro ingenio era pulido pero sin punto. Como en una escena de combate con espadón, cada corte tenía su esquive, así que en nuestra conversación cada comentario sugería la réplica, y eso necesitaba de cierta respuesta. Una vez interrumpida la secuencia, todo era nadería; cuando el hilo se rompía se veía que las cuentas eran céreas y huecas.
Nos hacíamos el amor el uno al otro, y complotábamos de modo misterioso en la más profunda oscuridad de la bodega. Cada serie de conspiradores tenía su propio escucha en la escotilla. Éstos, al inclinarse demasiado por encima, chocaban con las cabezas y peleaban. Ocasionalmente, había una confusión entre ellos: dos o más afirmaban su derecho a oír el mismo complot. Yo recuerdo que a un tiempo el cocinero, el carpintero, el segundo asistente de cirujano y un marino capaz contendieron con espeques por el honor de traicionar mi confianza. Una vez había tres asesinos con máscaras de la segunda vigilia, curvados al mismo instante sobre la forma durmiente de un mozo de cabina, a quien se había oído murmurar la semana anterior que tenía “¡oro, oro!”; la acumulación de ochenta -sí, ochenta- años de piratería en alta mar, mientras estaba de M.P. para el distrito de Zaccheus-cum-Down, y asistía a la iglesia de modo regular. Yo vi al capitán de la cofa de trinquete rodeado de pretendientes a su mano, mientras él mismo estaba tocando el borde de una caja de embalaje, y cantando una amorosa cantinela a una afeitada dama-amada en un espejo.
Nuestra dicción consistía, en casi partes iguales, de alusiones clásicas, citas de establo, sonrisas de espetera, jerga de clubes y el slang técnico de la heráldica. Nos jactábamos mucho de los ancestros, y admirábamos la blancura de nuestras manos, cada vez que la piel era visible a través de un fallo en la grasa y el alquitrán. Junto al amor, el reino vegetal, el asesinato, el incendio, el adulterio y el ritual, hablábamos más de arte. El mascarón de proa de madera del Camel, que representaba a un negro de Guinea detectando un mal olor, y la pintura monocroma de dos delfines de lomo partido en la popa, adquirieron una nueva importancia. El holandés había destruido la nariz de uno dándole patadas a éste, y el otro estaba casi obliterado por las lavazas de la cocina; pero cada uno tenía su peregrinar diario, y cada uno desarrollaba de forma constante ocultas bellezas de diseño y sutiles excelencias de ejecución. En general estábamos bastante alterados, y si el suministro de ficción contemporánea hubiera sido igual a la demanda, el Camel, me temo, no habría sido lo suficiente fuerte para contener a las fuerzas morales y estéticas, disparadas por la maceración de los cerebros de los autores en los jugos gástricos de los marineros.
Habiendo pasado ahora la literatura del barco de su mente a la nuestra, el capitán fue a cubierta por primera vez desde que dejara el puerto. Aún estábamos llevando el mismo curso y, haciendo su primera observación del sol, el capitán descubrió que estábamos a 83° de latitud sur. El calor era insufrible, el aire era como el aliento de un horno dentro de un horno. El mar humeaba como un caldero hirviente, y en el vapor nuestros cuerpos se sancochaban de modo tentador, nuestra última comida se estaba preparando. Combado por el sol, el barco mantenía ambos extremos alto fuera del agua; la cubierta del castillo de proa era un plano inclinado, en el que el ternero laboraba con desventaja, pero el bauprés estaba ahora vertical y la tenencia del holandés era precaria. Un termómetro colgaba contra el mástil mayor, y nosotros nos agrupamos alrededor de éste, mientras el capitán subía para examinar el registro.
-¡Ciento noventa grados fahrenheit! -murmuró con asombro evidente-. ¡Es imposible! Volviéndose en redondo agudamente, nos recorrió con los ojos e inquirió en un tono perentorio-, ¿quién ha estado al comando, mientras yo estaba recorriendo con los ojos este libro?
-Bueno, capitán -repliqué de forma tan respetuosa como sabía-, el cuarto día afuera yo tuve la infelicidad de ser arrastrado a una disputa sobre un juego de cartas, con sus oficiales primero y segundo. En ausencia de esos marinos excelentes, señor, yo pensé que era mi deber asumir el control del barco.
-¿Los mataste, eh?
-Señor, ellos cometieron un suicidio al cuestionar la eficacia de cuatro reyes y un as.
-Bueno tú, burdo, ¿qué tienes que decir en defensa de este clima extraordinario?
-Señor, no es culpa mía. Estamos lejos, muy lejos al sur, y ahora es mediados de julio. El clima es incómodo, lo admito, pero considerando la latitud y la estación, no está, yo protesto, fuera de estación.
-¡La latitud y la estación! -chilló, lívido de rabia-, ¡la latitud y la estación! ¿Por qué tú, traste aparejado, fondo plano, lugre de pradera no sabes algo mejor que eso? ¿No te dijo jamás tu pequeño hermano menor, que las latitudes sureñas son más frías que las norteñas, y que julio es mediados de invierno aquí? ¡Ve abajo tú, hijo de pinche, o te voy a romper los huesos!
-¡Oh, muy bien! -repliqué-, yo no me voy a quedar en la cubierta y escuchar un lenguaje tan bajo como ese, le advierto. Hágalo a su manera.
Apenas las palabras habían dejado mis labios, cuando un viento frío penetrante hizo que yo lanzara mis ojos al termómetro. En el nuevo régimen de ciencia el mercurio estaba descendiendo con rapidez, pero en un momento el instrumento fue oscurecido por una caída de nieve cegadora. Elevados témpanos se alzaban desde el agua a cada costado, colgando sus masas dentadas cientos de pies por encima del tope del mástil, y encerrándonos por completo. El barco se torcía y retorcía, sus cubiertas se abultaron hacia arriba, y cada madero crujió y se quebró como el disparo de una pistola. El Camel se congeló con rapidez. El tirón de su parada súbita rompió la cadena del ternero, y envió a ambos el animal y el holandés por encima de la proa, a cumplir su guerra en el hielo.
Abriendo mi camino a codazos para ir abajo, como había amenazado, vi a la tripulación tumbada en la cubierta a cada mano, como bolos. Estaban congelados tiesos. Pasando al capitán, le pregunté con escarnio cómo le gustaba el clima bajo el nuevo régimen. Él replicó con una mirada vacante. El frío le había penetrado hasta el cerebro, y afectado la mente. Murmuró:
-En este sitio delicioso, feliz en la estimación del mundo, y rodeado de todo lo que hace la existencia querida, ellos pasaron el resto de sus vidas. El fin.
Su mandíbula cayó. El capitán del Camel estaba muerto.

Título original: A Nautical Novelty, publicado por primera vez en Tom Hood's Comic Annual, 1875, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Geoff Hunt, HMS Bellona on blockade duty off Brest, XXI.