jueves, 21 de julio de 2011

El bautismo de Dobsho


Fue una cosa malvada que hacer, ciertamente. Yo me he arrepentido a menudo desde entonces, y si la oportunidad de hacer eso se presentara de nuevo, vacilaría largo tiempo antes de abrazarla. Pero era joven en ese momento, y abrigaba una especie de humor del que he abjurado desde entonces. Aún, cuando recuerdo el carácter de las personas que se burlaban, y llevaban al descrédito la letra y el espíritu de nuestra santa religión, siento cierta satisfacción por haber contribuido con un débil esfuerzo, hacia hacerlas ridículas. En consideración del poco bien que yo pueda haber hecho de esa manera, le ruego al lector que juzgue mi error concedido de modo tan lenitivo como sea posible. Esta es la historia.
Unos años atrás el pueblo de Harding, en Illinois, experimentó “un revivir de la religión”, como la gente lo llamó. Hubiera sido más acertado y menos profano nombrarlo un revivir del alboroto, por la locura que lo originó y por la que fue diseminado, la secta que yo voy a llamar la comunión alborotada, y la mayoría del brincoteo y el griterío se hizo con ese interés. Entre esos que se rindieron a la influencia estaba mi amigo Thomas Dobsho. Tom había sido un pecador bastante malo de una manera menuda, pero fue a esa nueva cosa con el corazón y el alma. En una de las reuniones hizo una confesión pública de más pecados, de los que nunca fue o nunca podía haber sido culpable, parando justo antes de los crímenes estatutarios, e incluso insinuando de forma significativa, que podría decir una buena porción más si estuviera presionado. Quería unirse a la absurda comunión el mismo atardecer de su conversión. Quería unirse a dos o tres comuniones. De hecho, fue llevado tan lejos por su celo, que algunos de los hermanos me hicieron la insinuación, de que lo llevara a casa, él y yo ocupábamos apartamentos contiguos en el Hotel Elephant.
El fervor de Tom, como sucede, estuvo cerca de derrotar su propio propósito; en lugar de llevarlo al redil de una vez, sin referencia o “carácter”, como era su manera usual, los hermanos recordaron en su contra sus confesiones espantosas, y lo pusieron a prueba. Pero después de unas pocas semanas, durante las que se condujo como un lunático decente, se decidió bautizarlo junto con una docena de otros casos bastante difíciles, quienes habían sido convertidos más reciente. Yo me persuadí de que era mi deber prevenir esa ceremonia sacrílega, aunque pienso ahora que erré en cuanto a los medios adoptados. Iba a tener lugar un domingo, y el sábado anterior llamé a la cabeza revivida, el rev. sr. Swin, y le solicité una entrevista.
-Yo vengo -dije, con una renuencia y un embarazo simulados-, de parte de mi amigo, el hermano Dobsho, para hacer una petición muy delicada e inusual. Usted, creo, lo va a bautizar el día de mañana, y confío en que será para él el comienzo de una vida nueva y mejor. Pero yo no sé si usted está enterado de que en su familia todos son unos jugadores, y que él mismo está manchado con la malvada herejía de esa secta. Así es. Él está, como uno podría decir en la secular metáfora, “en la cerca” entre su grave error y la fe pura de su iglesia. Sería muy melancólico si él debiera ponerse abajo, en el lado equivocado. Aunque confieso con vergüenza que yo mismo no he abrazado la verdad, espero que no estoy demasiado ciego para ver donde está ésta.
-La calamidad que usted aprehendió -dijo el reverendo patán, después de una reflexión solemne-, va, en efecto, a afectar seriamente el interés de nuestro amigo y poner en peligro su alma. Yo no había esperado, que el hermano Dobsho se rindiera tan pronto ante una buena pelea.
-Yo pienso, señor -repliqué con reflexión-, que no hay temor de eso si el asunto es manejado con habilidad. Él está de corazón con ustedes, me podría aventurar a decir con nosotros, en cada punto menos uno. ¡Él favorece la inmersión! Ha sido un pecador tan vil, que teme tontamente que el rito más simple de su iglesia, no lo pondrá lo suficiente mojado. ¿Usted lo cree?, sus no instruidos escrúpulos sobre el punto son tan groseros y materialistas, ¡que él realmente sugiere enjabonarse a sí mismo como una ceremonia preparatoria! Yo creo, sin embargo, que si en lugar de salpicar a mi amigo, ustedes le vertieran una generosa jofaina de agua en la cabeza… pero ahora que pienso en eso en su presencia luminosa, veo que tal proceder está por completo fuera de cuestión. Yo temo que debemos dejar que los asuntos tomen el curso usual, confiando en nuestros esfuerzos últimos, para prevenir la apostasía que pueda resultar.
El párroco se levantó y caminó por el suelo un momento, entonces sugirió que era mejor ver al hermano Dobsho, y laborar para eliminar su error. Yo le dije que no creía, estaba seguro que no sería lo mejor. El argumento sólo lo confirmaría en sus prejuicios. Así se estableció que el sujeto no debía ser abordado en ese trimestre. Hubiera sido malo para mí si hubiera sido.
Cuando reflexiono ahora sobre la astucia de esa conversación, la falsedad de mis representaciones y lo malvado de mi motivo, estoy casi avergonzado de proceder con mi narración. Hubiera sido el ministro otra cosa que un embustero redomado, yo espero jamás hubiera sufrido por mí mismo, para hacerlo el primo de un esquema tan sacrílego en sí mismo, y proseguido con tal pecador descuido del honor.
El memorable sabbath amaneció brillante y hermoso. Hacia las nueve en punto la vieja campana agrietada, montada sobre un puntal delante de la “casa de reunión”, empezó a clamar su llamada al servicio, y casi toda la población de Harding tomó su camino a la actuación. Yo había tomado la precaución de poner mi reloj quince minutos adelante. Tom se estaba preparando para la ordalía de modo nervioso. Se había metido en su mejor traje una hora antes de tiempo, llevaba su sombrero por la habitación de la forma más sin objetiva y demente, y consultó su reloj un centenar de veces. Yo iba a acompañarlo a la iglesia, y pasaba el tiempo ajetreado por la habitación, haciendo las cosas más extraordinarias de la manera más exasperante; en resumen, manteniendo la excitación febril de Tom, con cada dispositivo malvado que pudiera pensar. A la media hora del tiempo real para el servicio, súbitamente, chillé:
-¡Oh, yo digo, Tom, perdóneme, pero esa cabeza suya está justo temible! ¡Por favor, déjeme cepillarla un poco!
Asiéndolo por los hombros, lo empujé a una silla con el rostro hacia la pared, eché mano de su peine y cepillo, me puse detrás de él y empecé a trabajar. Él estaba temblando como un niño, y no sabía más de lo que yo estaba haciendo, como si le hubieran quitado el cerebro. Ahora, la cabeza de Tom era una curiosidad. Su cabello, que era notablemente grueso, era como de alambre. Estando cortado bastante corto, se paraba por todo su cuero cabelludo, como las espinas de un puercoespín. Había sido una queja favorita de Tom, que jamás podía hacer nada con esa cabeza. Yo no encontré dificultad, hice algo para ésta, aunque me sonrojo al pensar lo que era. Hice algo que temía, él pudiera descubrir si se miraba en el espejo, así que saqué mi reloj con descuido, abierto de golpe, di un salto y grité:
-¡Por Júpiter! Thomas, perdone la maldición, pero estamos atrasados. ¡Su reloj está mal del todo, mire el mío! Aquí está su sombrero, viejo colega, vamos de prisa. ¡No hay un momento que perder!
Encajando su sombrero en su cabeza, lo saqué de la casa con una violencia real. En cinco minutos más estábamos en la casa de reunión, con más tiempo que nunca para gastar.
Los servicios ese día, me han dicho, fueron especialmente interesantes e impresionantes, pero yo tenía una buena porción más en mi mente, estaba preocupado, ausente, inatento. Ellos podían haber variado la usual exhibición profana, en cualquier respecto y en cualquier extensión, y no lo hubiera observado. La primera cosa que percibí con claridad, fue una fila de “conversos” de rodillas ante el “altar”, Tom a la izquierda de la línea. Entonces el rev. sr. Swin se aproximó a él, metiendo sus dedos con aire pensativo en un menudo cuenco de barro con agua, como si recién hubiera terminado de cenar. Yo estaba muy afectado: no podía ver nada con distinción por mis lágrimas. Mi pañuelo estaba en mi rostro, la mayoría de éste adentro. Fue observado que sollozaba de modo espasmódico, y estoy abochornado al pensar, cuántas muchas personas sinceras siguieron mi ejemplo de forma equívoca.
Con algunas palabras solemnes, cuyo propósito yo no podía entrever por completo, excepto que sonaban como un juramento, el ministro se paró delante de Thomas, me echó una mirada de inteligencia y entonces, con una expresión inocente en el rostro, cuyo recuerdo me llena hasta este día de remordimiento, derramó, como por accidente, el entero contenido del cuenco en la cabeza de mi pobre amigo, ¡esa cabeza sobre cuyo cabello, yo había cernido una pródiga profusión de polvo Seidlitz!
Lo confieso, el efecto fue mágico, todo quien estuvo presente le diría eso. El prisionero de guerra Tom se coció -bullió-, espumeó en levadura ¡y babeó como un perro rabioso! ¡Echó vapor y siseó, con chorros y destellos enojados! En un segundo se había puesto más grande, que un banco de nieve menudo, y más blanco. Éste surgió, hirvió, borbotó, se desbordó y farfulló, ¡soltando copos plumosos como desde abajo de un cisne cazado! La espuma se vertió cremosa por su rostro, y se le metió en los ojos. ¡Fue el shampoo más pecador de la temporada!
No se puede relatar la conmoción que esto produjo, ni yo lo haría si pudiera. En cuanto a Tom, se puso en pie de un salto y salió de la casa tambaleándose, buscando a tientas su camino entre los bancos, farfullando profanidades ahogadas ¡y jadeando como un pez varado! Los otros candidatos al bautismo se levantaron asimismo, sacudiendo sus molleras como para decir: “No, usted no lo hace, mi cordial”, y dejaron la casa en un cuerpo. En medio del silencio inviolado, el ministro re-ascendió al púlpito con el cuenco vacío en la mano, y fue el primero en hablar:
-Hermanos y hermanas -dijo con una calmada, deliberada llaneza de tono-, yo he perorado en este tabernáculo por muchos más años, de los dedos que tengo en las manos y los pies, y durante ese tiempo no he conocido astucia, enojo, ni ninguna falta de caridad. En cuanto a Henry Barber, quien me puso en este empleo, yo no lo juzgo para no ser juzgado. ¡Que él tome esto y no peque más!-, y lanzó el cuenco de barro con una puntería tan certera, que éste se estrelló contra mi cráneo. El reproche no era inmerecido, lo confieso, y confío en que he sacado provecho de éste.

Título original: A Sinful Freak, publicado por primera vez en Fun, mayo de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Bruce Greene, Early Arrival, XXI.