domingo, 15 de mayo de 2011

El flip-flap del sr. Swiddler


Jerome Bowles (dijo el caballero llamado Swiddler) iba a ser ahorcado el viernes, el nueve de noviembre, a las cinco en punto de la tarde. Eso iba a ocurrir en el pueblo de Flatbroke, donde estaba entonces en prisión. Jerome era mi amigo y, naturalmente, yo difería con el jurado que lo había condenado, en cuanto al grado de culpa que implicaba el hecho concedido, de que le había disparado a un indio sin una provocación directa. Aún desde su juicio, me había estado esforzando para influenciar al gobernador del Estado, para que le concediera el perdón; pero el sentimiento público estaba en mi contra, un hecho que atribuía en parte a la innata testarudez de la gente, y en parte al reciente establecimiento de las iglesias y las escuelas, que habían corrompido las nociones primitivas de una comunidad fronteriza. Pero yo laboré duro y de modo irremisible, por todo tipo de medios directos e indirectos, durante todo el período en que Jerome estuvo bajo sentencia de muerte; y en la misma mañana del día fijado para la ejecución, el gobernador mandó por mí y, diciendo “que él no se proponía estar preocupado por mis importunidades todo el invierno”, me entregó el documento que había rechazado tan a menudo.
Armado con el papel precioso, volé a la oficina de telégrafo para enviar un despacho al sheriff de Flatbroke. Encontré al operador cerrando la puerta de la oficina y poniendo los postigos. Le supliqué en vano, dijo que estaba yendo a ver el ahorcamiento y, realmente, no tenía tiempo para enviar mi mensaje. Debo explicar que Flatbroke estaba a quince millas de distancia, yo estaba entonces en Swan Creek, la capital del Estado.
El operador siendo inexorable, corrí a la estación de ferrocarril, para ver cuán pronto habría un tren a Flatbroke. El hombre de la estación, con una malicia fresca y cortés, me informó que a todos los empleados del ferrocarril, se les había dado un día festivo para ver a Jerome Bowles ahorcado, y ya se habían ido en el tren temprano, que no habría otro tren hasta el día siguiente.
Yo ahora estaba furioso, pero el hombre de la estación me volteó tranquilo, cerrando los portones. Lanzándome al establo de alquiler más cercano, ordené un caballo. ¿Por qué prolongar el registro de mi decepción? No podría conseguir un caballo en ese pueblo, todo se había ocupado semanas antes para llevar a la gente al ahorcamiento. Así decía todo el mundo al menos, aunque yo sé ahora, que había una conspiración pícara para derrotar a los extremos de la misericordia, pues la historia del perdón se había extendido.
Ahora eran las diez en punto. Yo tenía sólo siete horas para hacer mis quince millas a pie, pero era un caminador excelente y estaba enojado por completo; no había duda de mi habilidad para hacer la distancia, con una hora de sobra. La vía férrea me ofrecía la mejor oportunidad, ésta corría derecho como una flecha por una pradera llana sin árboles, mientras que la carretera hacía un amplio desvío a través de otro pueblo.
Tomé por la senda como un Modoc por el camino de la guerra. Antes de que hubiera ido media milla, fui superado por “ese Jim Peasley”, como era llamado en Swan Creek, un incurable bromista pesado, amado y evitado por todo quien lo conocía. Me preguntó mientras se acercaba si yo estaba “yendo al show”. Pensando era mejor disimular le dije que estaba, pero no dije nada sobre mi intención de parar la actuación; pensé que sería una lección para "ese Jim" dejarlo caminar quince millas para nada, pues estaba claro que estaba yendo también. Aun, yo deseaba que él hubiera ido adelante o se quedara atrás. Pero no podría hacer muy bien lo anterior, y no habría hecho lo último, así que anduvimos juntos con dificultad. Era un día nuboso y muy sofocante para ese tiempo del año. La vía férrea se extendía lejos delante de nosotros, entre su doble fila de postes de telégrafo de semejanza rígida, terminando en un punto en el horizonte. A ambas manos la desalentadora monotonía de la pradera era inviolada.
Pensé poco en esas cosas sin embargo, pues mi exaltación mental se probaba contra la influencia deprimente de la escena. Yo estaba a punto de salvar la vida de mi amigo, de restituir a un tirador certero a la sociedad. En efecto, apenas pensaba en "ese Jim", cuyos talones estaban moliendo la dura gravilla, cerca detrás de mí, excepto cuando él veía adecuado, ocasionalmente, proponer la sentencia, y yo pensaba de forma desdeñosa, cuestionante: “¿Cansado?” Por supuesto que yo lo estaba, pero me hubiera muerto antes de confesarlo.
Habíamos ido de esa manera cerca de la mitad de la distancia, probablemente, mucho menos de la mitad de las siete horas, y yo estaba tomando mi segundo aire, cuando "ese Jim" rompió el silencio de nuevo.
-¿Usted solía brincar en un circo, no es así?
¡Eso era muy cierto!, en una estación de depresión pecuniaria, yo una vez había puesto mis piernas en mi estómago, había convertido mis logros atléticos en una ventaja financiera. No era un tópico agradable y no dije nada. "Ese Jim" persistió.
-¿No le gustaría hacerle ahora a un leñador un salto mortal, eh?
La lengua burlona de esa mofa era intolerable, el tipo evidentemente me consideraba “hecho”, ¡así que haciendo una carrera corta, me palmeé en los muslos con las manos, y ejecuté el flip-flap más bonito que jamás fue hecho sin un trampolín! En el momento que estuve erguido con la cabeza aún girando, sentí que “ese Jim” me pasaba en tropel, dándome una vuelta que casi me enviaba fuera de la senda. Un momento después se había lanzado por delante a un ritmo tremendo, riendo desdeñoso por encima del hombro, como si hubiera hecho una cosa notablemente ingeniosa, para ganar la delantera.
Yo le pisaba los talones en menos de diez minutos, aunque debo confesar que el tipo podía caminar de un modo asombroso. En media hora le había pasado corriendo, y al cabo de una hora tal era mi andar tajante, que él era un mero punto negro a mi espalda, y parecía estar sentado en uno de los rieles, agotado por completo.
Aliviado del sr. Peasley, naturalmente, empecé a pensar en mi pobre amigo en la cárcel de Flatbroke, y se me ocurrió que podría suceder algo que acelerara la ejecución. Yo conocía el sentimiento de la comarca en su contra, y que muchos de quienes estarían allí desde una distancia, naturalmente, desearían llegar a casa antes del anochecer. Tampoco podía evitar admitir para mí mismo, que las cinco en punto era una hora tardía irracional para un ahorcamiento. Torturado por esos temores, aumenté mi ritmo a cada paso de forma inconsciente, hasta que fue casi una carrera. Me quité el abrigo y lo arrojé lejos, me abrí el cuello y desabotoné el chaleco. Y por último, resoplando y humeando como un motor de locomotora, irrumpí en una delgada multitud de holgazanes en las afueras del pueblo, y blandí el perdón locamente por encima de mi cabeza, gritando: “¡Bájenlo, bájenlo!”
Entonces, como todo el mundo miraba en blanco asombrado, y nadie decía algo, encontré tiempo para mirar a mi alrededor, maravillado del aspecto extrañamente familiar del pueblo. Mientras miraba, las casas, las calles y todo pareció pasar por una súbita y misteriosa transposición, con referencia a los puntos de la brújula, como si girara alrededor de un pivote; y como uno que se despierta de un sueño, me encontré entre escenas de costumbre. Para ser claro sobre esto, yo estaba de regreso en Swan Creek de nuevo, ¡tan derecho como un trípode!
Era todo obra de “ese Jim Peasley”. El pícaro insidioso me había provocado a dar un salto mortal confuso, luego chocó contra mí, dándome una media vuelta, y empezó por la senda de regreso, incitándome de ese modo a engancharme en la misma dirección. El día nuboso, las dos líneas de postes de telégrafo, una a cada lado de la senda, la entera semejanza del paisaje a derecha e izquierda, todo eso había conspirado para prevenir, que yo observara que había cambiado de rumbo.
Cuando el tren de excursión retornó de Flatbroke esa noche, a los pasajeros se les contó una pequeña historia a mis expensas. Era justo lo que necesitaban para animarse un poco después de lo que habían visto, ¡pues ese flip-flap mío le había partido el cuello a Jerome Bowles a siete millas de distancia!

Título original: Mr. Swiddler's Flip-Flap, publicado por primera vez en Fun, agosto de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Frank Tenney Johnson, Indian Trading Store, 1930.