martes, 26 de abril de 2011

El valle encantado


I. Cómo se talan los árboles en China

A media milla al norte de Jo. Dunfer, en el camino de Hutton a Colina mexicana, la carretera se hunde en un barranco no soleado, que se abre a ambas manos de una manera medio-confidencial, como si tuviera un secreto para impartir en alguna estación más conveniente. Yo nunca solía cabalgar por éste sin mirar primero a un lado y después al otro, para ver si había llegado el tiempo de la revelación. Si no veía nada -y nunca vi algo- no tenía una sensación de decepción, pues sabía que el descubrimiento era meramente retenido de forma temporal, por alguna buena razón que no tenía derecho a cuestionar. De que un día debería ser llevado a una confidencia total, yo no dudaba más de lo que dudaba de la existencia del mismo Jo. Dunfer, por cuyos predios corría el barranco.
Se decía que Jo. una vez había intentado erigir una cabaña en alguna parte remota de éste, pero por alguna razón había abandonado la empresa y construido su presente habitáculo hermafrodita, medio residencia y medio tugurio, al borde del camino en una esquina extrema de su inmueble, tan lejos como era posible, como con el propósito de mostrar cuán radicalmente había cambiado su mente.
Este Jo. Dunfer -o, como era conocido familiarmente en la vecindad, Whisky Jo.- era un personaje muy importante por esas partes. Tenía al parecer unos cuarenta años de edad, era un tipo de cabeza larga, greñuda, con un rostro cuerdoso, un brazo torcido y una mano nudosa como un manojo de llaves de prisión. Era un hombre velludo, con un encorvado en su andar, como el de uno que está a punto de saltar sobre algo y desgarrarlo.
Junto a la peculiaridad a la que debía su apelativo local, la característica más obvia del sr. Dunfer era una profunda, asentada antipatía a lo chino. Yo lo vi una vez con una rabia subida, porque uno de sus pastores le había permitido a un acalorado viajero asiático, saciar su sed en el abrevadero de caballos, frente al final del salón del establecimiento de Jo. Yo me aventuré a reconvenir levemente a Jo. por su espíritu no cristiano, pero él meramente explicó que no había nada sobre los chinos en el Nuevo Testamento, y se alejó a zancadas para descargar su disgusto en su perro, al que asimismo, supongo, los inspirados escribas han pasado por alto.
Algunos días después, hallándolo sentado solo en su local-bar, me aproximé al sujeto con cautela cuando, para gran alivio mío, la habitual austeridad de su expresión se suavizó, visiblemente, en algo que yo tomé por condescendencia.
-Ustedes los jóvenes orientales -dijo-, están bastante bien a milla y media de esta comarca, y no captan nuestro juego. La gente que no distingue a un chileno de un kanaka, se puede permitir albergar ideas liberales sobre la inmigración china, pero un tipo que tiene que luchar por su hueso con un montón de peones mestizos, no tiene ningún tiempo para tonterías.
Este largo consumidor que nunca había acabado, probablemente, un día de trabajo honesto en su vida, hizo saltar la tapa de una caja de tabaco china, y sacó con el pulgar y el índice una guata, como un cono de heno menudo. Teniendo este refuerzo a una distancia soportable, disparó con renovada confianza.
-Ellos son una bandada de langostas devoradoras, y están yendo por todo lo verde en esta tierra bendita de Dios, si usted quiere saber.
Aquí se empujó su reserva por la brecha y, cuando su farfullante engranaje estuvo desocupado de nuevo, reanudó su edificante discurso.
-Yo tuve a uno de ellos en este rancho, hace cinco años, y le voy a decir sobre eso, para que usted pueda ver el meollo de toda esta cuestión. A mí no me iba bien en particular por esos días, bebía más whisky del que me estaba prescrito, y no parecía que me importara mi deber, como ciudadano americano patriótico; así que tomé a ese pagano, como una suerte de cocinero. Pero cuando llegué a la religión por la colina, y hablaron de postularme para la legislatura, me fue dado ver la luz. ¿Pero qué yo iba a hacer? Si le daba la salida alguien más lo tomaría, y podría no tratarlo a lo blanco. ¿Qué yo iba a hacer? ¿Qué haría cualquier buen cristiano, en especial uno nuevo en el comercio, y lleno hasta el cuello con la hermandad del hombre y la paternidad de Dios?
Jo. hizo una pausa para la réplica, con una expresión de satisfacción inestable, como de uno que ha resuelto el problema con un método no confiable. De repente se levantó, y se tragó un vaso de whisky de una botella llena del mostrador, entonces reanudó su historia.
-Además, no contaba para mucho, no sabía nada y se daba aires. Todos ellos hacen eso. Yo le dije que no, pero él muleó por esa línea mientras duró; y después de voltear la otra mejilla setenta y siete veces, adulteré el dado así que él no duró para siempre. Y me alegra todo-poderosamente que tuve la arena para hacerlo.
La alegría de Jo., que de algún modo no me impresionó, fue debida y ostentosamente celebrada con la botella.
-Hace unos cinco años yo empecé a levantar una choza. Eso fue antes de que ésta fuera construida, y la puse en otro lugar. Senté a Ah Wee y a un pequeño malvado, llamado Gopher, a cortar la madera. Por supuesto, no esperaba que Ah Wee ayudara mucho, pues tenía una cara como un día de junio y unos grandes ojos negros; yo adivino que, quizás, eran los ojos más condenados en esta lengua de bosque.
Mientras lanzaba esta mordaz estocada al sentido común, el sr. Dunfer contempló ausente un nudo-hoyo en la tabla delgada del tabique, que separaba el bar de la sala de estar, como si éste fuera uno de los ojos, cuyo tamaño y color habían incapacitado a su sirviente para un buen servicio.
-Ahora ustedes, los patanes orientales, no van a creer nada contra los diablos amarillos -se inflamó de súbito con una apariencia de seriedad no por completo convincente-, pero yo le digo, que ese chino era el truhán más perverso fuera de San Francisco. Ese miserable mongol con coleta fue tallando los vástagos, todo alrededor de los tallos, como un gusano del polvo royendo un rábano. Yo le señalaba su error con tanta paciencia como sabía, y le mostraba cómo cortarlos de ambos lados, para así hacerlos caer derechos; pero tan pronto le volvía la espalda a él, así -y me la volvió a mí, y amplificó la ilustración tomando un poco más de licor- él estaba en eso de nuevo. Era justo de esta forma: mientras yo lo miraba, así -me contempló de un modo bastante inestable, y con una evidente complejidad de visión-, él estaba bien, pero cuando yo miraba a otro lado, así -tomando un largo trago a la botella-, él me desafiaba. Entonces lo miraba con reproche, así, y una mantequilla no se hubiera derretido en su boca.
Indudablemente, el sr. Dunfer intentaba con honestidad que la mirada, que había fijado en mí, fuera meramente de reproche, pero era en singular adecuada para despertar la más grave aprensión, en cualquier persona desarmada que incurriera en ésta; y, como yo había perdido todo interés en su narración sin objetivo e interminable, me levanté para irme. Antes de que me hubiera levantado en justicia, él se había vuelto de nuevo al mostrador y, con un “así” apenas audible, había vaciado la botella de un trago.
¡Cielos, qué grito! Era como Titán en su última, fuerte agonía. Jo. se tambaleó hacia atrás después de emitirlo, como un cañón recula de su propio trueno, y luego se tumbó en su silla, como si hubiera sido “golpeado en la cabeza”, como un beef, sus ojos lanzados de costado hacia la pared, con una mirada de terror. Mirando en la misma dirección, vi que el nudo-hoyo de la pared se había convertido, en efecto, en un ojo humano, un ojo total, negro, que fulminaba a los míos con una absoluta falta de expresión, más horrenda que el brillo más diabólico. Yo creo que debo haberme cubierto el rostro con las manos, para espantar la ilusión horrible, si tal era, y el pequeño-hombre-blanco-de-toda-labor de Jo., entrando a la habitación rompió el hechizo, y yo salí andando de la casa con una suerte de miedo aturdido, a que el delirium tremens pudiera ser infeccioso. Mi caballo estaba amarrado junto al abrevadero, tras desatarlo me monté y le di rienda suelta, con la mente demasiado preocupada, como para notar a dónde me llevaba.
Yo no sabía qué pensar de todo esto, y como todo aquel que no sabe qué pensar, pensé con gran asunto y poco propósito. La única reflexión que me parecía del todo satisfactoria, era que el día de mañana debería estar a algunas millas de distancia, con una fuerte probabilidad de no retornar nunca.
Una frescura súbita me sacó de mi abstracción, y mirando arriba me encontré entrando en las profundas sombras del barranco. El día era sofocante, y esa transición del impiadoso, visible calor de los campos resecos a la penumbra fresca, pesada por la pungencia de los cedros y sonora por el gorjeo de los pájaros, que habían sido llevados a su asilo frondoso, fue refrescante de forma exquisita. Yo busqué mi misterio, como usualmente, pero no hallando al barranco de un humor comunicativo, me desmonté, llevé a mi animal sudado a la maleza, lo até a un árbol de modo seguro, y me senté sobre una roca a meditar.
Empecé por analizar con valentía mi preferida superstición sobre el lugar. Habiendo resuelto ésta en sus elementos constitutivos, los ordené en las tropas y los escuadrones convenientes, y reuniendo todas las fuerzas de mi lógica, caí sobre éstos desde las inexpugnables premisas, con el trueno de las conclusiones irresistibles, y con un gran ruido de carros y griterío intelectual general. Entonces, cuando mis grandes cañones mentales habían derribado toda oposición, y estaban rugiendo de forma casi inaudible lejos, en el horizonte de la pura especulación, el enemigo fugitivo se esparció por su retaguardia, se congregó en silencio en una falange sólida, y me capturó a mí, a la bolsa y al equipaje. Un pánico indefinible me sobrevino. Me levanté para sacudirlo de mí, y empecé a meterme por la cañada estrecha, por un viejo sendero de vaca con la hierba crecida, que parecía fluir a lo largo del fondo, como un sustituto del arroyo que la naturaleza había descuidado proveer.
Los árboles entre los que se perdía el sendero eran ordinarios, unas plantas de buena conducta, un poco perversos en cuanto al tronco y excéntricos en cuanto a las ramas, pero sin nada no terrenal en su aspecto general. Unos cuantos pedruscos sueltos, que se habían desprendido de los costados de la depresión, para establecer una existencia independiente en el fondo, habían tapado la vía del sendero aquí y allá, pero su reposo pedregoso no tenía en sí, nada de la quietud de la muerte. Había una suerte de sosiego de cámara mortuoria en el valle, es verdad, y un susurro misterioso por encima: el viento justo estaba rozando las copas de los árboles, eso era todo.
Yo no había pensado en conectar la narración borracha de Jo. Dunfer, con lo que ahora buscaba, y sólo cuando llegué a un espacio abierto, y tropecé con los troncos tumbados de algunos árboles menudos, tuve la revelación. Era el sitio de la “choza” abandonada. El descubrimiento fue verificado al notar, que algunos de los tocones podridos estaban tajeados en redondo, del modo menos similar de un leñador, mientras que los otros estaban cortados derecho a través, y los extremos mochados de los troncos correspondientes, tenían la forma de cuña roma dada por el hacha de un maestro.
La abertura entre los árboles no era más de treinta pasos a través. A un lado había una loma pequeña, un mogote natural pelado de arbustos, pero cubierto de hierba silvestre, y en éste, parada fuera de la hierba, ¡la lápida de una tumba!
Yo no recuerdo que sintiera algo, como una sorpresa ante este descubrimiento. Observé esa tumba solitaria con algo de la sensación que Colón debió haber tenido, cuando vio las colinas y los peñones del nuevo mundo. Antes de aproximarme a ésta, completé con ociosidad mi sondeo de los alrededores. Incluso fui culpable de la afectación, de darle cuerda a mi reloj a esa hora inusual, y con un innecesario cuidado y deliberación. Entonces me aproximé a mi misterio.
La tumba -una bastante corta-, estaba en un estado un tanto mejor, del que era coherente con sus obvios edad y aislamiento, y mis ojos, me atrevo a decir, se abrieron un poco ante el macizo de inconfundibles flores de jardín, que mostraban evidencia de riego reciente. La lápida, con suficiente claridad, había cumplido alguna vez el deber de umbral. En su frente estaba tallada, o más bien cavada una inscripción. Ésta se leía así:

Ah Wee, chino.

Edad desconocida. Trabajó para Jo. Dunfer.
Este monumento es erigido por él para mantener verde la memoria del chino. Asimismo como aviso a los celestiales para que no se den aires. ¡Que el diablo se los lleve!
Ella era un buen tipo.

¡Yo no puedo relatar mi asombro de modo adecuado, ante esta poco común inscripción! La magra pero suficiente identificación del difunto, el impudente candor de la confesión, el brutal anatema, el ridículo cambio de sexo y sentimiento: todo marcaba este registro como la obra de uno, que debía haber estado al menos tan demente como afligido. Sentí que cualquier descubrimiento ulterior sería un mezquino anti-climax, y con un inconsciente respeto por el efecto dramático, me volteé en escuadra y me alejé andando. No retorné a esa parte del condado en cuatro años.

II. Quien conduce bueyes sanos debe estar él mismo sano

-¡Arre ahí, viejo Fuddy-Duddy!
Esta única imprecación venía de los labios de un extraño hombre pequeño, posado en una carreta llena de leña detrás de una yunta de bueyes, que la estaban jalando a lo largo con facilidad, con la simulación de un poderoso esfuerzo que, evidentemente, no se había impuesto a su señor y dueño. Como ese caballero en ese momento, por casualidad, me estaba mirando a la cara en escuadra, mientras yo me paraba al borde del camino, no estaba claro por completo si se estaba dirigiendo a mí o a sus bestias, ni yo podía decir si éstas se llamaban Fuddy y Duddy, y eran ambas los sujetos del imperativo verbo “arrear”. De todas formas, el comando no producía efecto en nosotros, y el extraño hombre pequeño removió sus ojos de los míos con el tiempo suficiente, para lancear a Fuddy y Duddy de modo alternativo con un palo largo, comentando quedamente pero con sentimiento: “maldita sea tu piel”, como si éstas disfrutaran ese integumento en común. Observando que mi solicitud de montar no llamaba la atención, y hallando que yo mismo me quedaba atrás con lentitud, coloqué un pie en la circunferencia interior de una rueda trasera, y fui elevado con lentitud al nivel del cubo, desde donde abordé el asunto sans cérémonie, y gateando hacia adelante me senté junto al conductor; quien no me hizo caso, hasta que hubo administrado otro castigo indiscriminado a su ganado, acompañado del consejo “¡aplícate bien, tú, maldito incapaz!” Entonces, el dueño del equipo (o más bien el antiguo dueño, pues yo no podía suprimir la sensación caprichosa, de que el establecimiento entero era mi premio legal), apuntó sus ojos grandes, negros a mí con una expresión extraña, y un tanto disgustada, familiar; puso su vara abajo -que no floreció ni se convirtió en una serpiente, como yo medio esperaba-, se cruzó de brazos y demandó con gravedad: -¿Qué le hizo usted a Whisky?
Mi réplica natural habría sido que me lo bebí, pero había algo en la pregunta que sugería un significado oculto, y algo sobre el hombre que no invitaba a una broma ligera. Y así, no teniendo otra respuesta preparada, meramente me mordí la lengua, pero sentía como si estuviera reposando bajo una imputación de culpa, y mi silencio estuviera siendo entendido como una confesión.
Justo entonces una sombra fría cayó sobre mi mejilla, y me hizo mirar hacia arriba. ¡Estábamos descendiendo hacia mi barranco! Yo no puedo describir la sensación que me sobrevino: no lo había visto desde que se había desahogado cuatro años antes, y ahora me sentía como uno, a quien un amigo le ha hecho alguna triste confesión de un crimen del viejo pasado, y quien lo ha abandonado bajamente en consecuencia. Las viejas memorias de Jo. Dunfer, su revelación fragmentaria y la no satisfactoria nota explicativa de la lápida, me volvieron con una distinción singular. Me pregunté qué había sido de Jo., me volví en redondo con agudeza y pregunté a mi prisionero. Éste estaba mirando su ganado con intención, y sin retirar sus ojos replicó:
-¡Arre, tortuga vieja! Él yace junto a Ah Wee, quebrada arriba. ¿Te gustaría verlo? Ellos siempre vuelven al lugar, yo lo he estado esperando a usted. ¡H-woa!
Ante la enunciación de la aspiración, Fuddy-Duddy, la tortuga incapaz, llegó a un punto muerto, y antes de que la vocal se hubiera apagado en el barranco, había doblado todas sus ocho patas, y se había tumbado en el camino polvoriento, con irrespeto al efecto en su piel maldita. El extraño hombre pequeño se deslizó de su asiento al terreno, y se puso en marcha por la cañada sin dignarse a mirar atrás, para ver si yo lo estaba siguiendo. Pero yo lo estaba.
Era alrededor de la misma estación del año, y cerca de la misma hora del día de mi última visita. Los gayos clamaban alto y los árboles susurraban oscuramente, como antes; y yo, de algún modo, rastreé en los dos sonidos una analogía fantástica, con la abierta jactancia de la boca del sr. Jo. Dunfer y la misteriosa reticencia de su manera, y con la dureza y la ternura mezcladas de su única producción literaria: el epitafio. Todas las cosas del valle parecían no cambiadas, con excepción del sendero de vaca, que estaba casi totalmente cubierto de yerbajos. Cuando salimos hacia el “claro”, sin embargo, estaba cambiado lo suficiente. Entre los tocones y los troncos de los los vástagos caídos, los que habían sido tajeados a “la moda china” no se distinguían más, de los que se habían cortado a la “forma mexicana”. Era como si la barbarie del viejo mundo y la civilización del nuevo mundo, hubieran reconciliado sus diferencias bajo el arbitraje de una decadencia imparcial, como es el modo de las civilizaciones. La loma estaba allí, pero las zarzas hunas habían invadido y casi arrasado las hierbas afectadas, y el patricio jardín de violeta había capitulado ante su hermano plebeyo, acaso había retornado meramente a su tipo original. Otra tumba -un montículo largo, robusto- se había hecho junto a la primera, que parecía encogerse con la comparación; y en la sombra de la nueva lápida la vieja yacía postrada, con su maravillosa inscripción ilegible por la acumulación de hojas y suelo. En el punto del mérito literario la nueva era inferior a la vieja, era incluso repulsiva en su jocosidad tersa y salvaje:

Jo. Dunfer está hecho

Me aparté de ésta con indiferencia y, barriendo las hojas de la tabla del pagano muerto, restauré en la luz las palabras burlonas que, frescas desde su largo descuido, parecían tener cierto pathos. Mi guía también pareció tomar una seriedad adicional cuando las leía, y yo me figuré que podría detectar debajo de su manera caprichosa algo de virilidad, casi de dignidad. Pero mientras lo miraba su aspecto anterior, tan sutil inhumano, tan tentador familiar, surgió de nuevo en sus ojos grandes, repelente y atractivo. Yo resolví poner un fin al misterio si era posible.
-Mi amigo -dije apuntando a la tumba más menuda-, ¿Jo. Dunfer asesinó a ese chino?
Él estaba reclinado contra un árbol, y mirando a través del espacio abierto hacia la copa de otro, o hacia el cielo azul más allá. No retiró los ojos, ni alteró su postura cuando replicó con lentitud:
-No, señor, él cometió un homicidio justificado.
-Entonces, él realmente lo mató.
-¿Matarlo? Yo debería decir que lo hizo, más bien. ¿No todo el mundo sabe eso? ¿No se paró él delante del juez forense y lo confesó? ¿Y no hallaron ellos el veredicto de “le vino la muerte” por un saludable sentimiento cristiano que trabaja en el pecho caucasiano? ¿Y no rechazó la iglesia de la Colina a Whisky por eso? ¿Y no lo eligió el pueblo soberano juez de paz, para conseguir incluso a los evangelistas? Yo no sé dónde se crió usted.
-¿Pero Jo. hizo eso porque el chino no aprendió, o no habría aprendido a talar los árboles como un hombre blanco?
-¡Seguro!, eso está así en el registro, lo que lo hace verdadero y legal. Mi saber mejor no hace ninguna diferencia con la verdad legal, no era mi funeral y yo no fui invitado a brindar una oración. Pero el hecho es que Whisky estaba celoso de -y el pequeño desgraciado, realmente, se hinchó como un pavo real, y tuvo la pretensión de ajustarse un imaginario nudo de corbata, notando el efecto en la palma de su mano, que mantenía delante de él para representar un espejo.
-¡Celoso de usted! -repetí con asombro de una mala manera.
-Eso es lo que dije. ¿Por qué no?, ¿yo no luzco bien?
Asumió una actitud burlona de gracia estudiada, y tironeó las arrugas de su chaleco raído. Entonces, lanzando de súbito su voz a un tono bajo, de singular dulzura, continuó:
-Whisky pensaba mucho en ese chino, nadie más que yo sabía cómo lo adoraba. ¡No podía aguantarlo fuera de su vista, el maldito protoplasma! Y cuando bajó a este claro un día, y nos encontró a él y a mí descuidando nuestro trabajo, a él dormido y a mí luchando con una tarántula en su manga, Whisky echó mano de mi hacha y nos dejó probarla, ¡bien y fuerte! Yo entonces lo esquivé justo, pues la araña me picó, pero a Ah Wee le pegó mal por un costado, y se revolcó alrededor como algo. Whisky me iba a pesar justo, cuando vio la araña agarrada a mi dedo; entonces supo que había hecho un asno de sí mismo. Tiró el hacha lejos y cayó de rodillas junto a Ah Wee, que dio una patada última, pequeña y abrió los ojos, él tenía unos ojos como los míos, y poniendo las manos arriba, jaló abajo la cabeza fea de Whisky, y la mantuvo ahí mientras estuvo. Eso no fue por largo tiempo, pues un temblor corrió por él, dio un pequeño quejido y perdió el juego.
Durante el progreso de la historia el narrador se había transfigurado. El elemento cómico, o más bien sardónico estaba todo fuera de él, y mientras pintaba esa extraña escena fue con dificultad que yo mantuve mi compostura. Y ese actor consumado me había manejado de algún modo, que la simpatía debida a su dramatis persone fue dada a él mismo. Yo caminé adelante para estrechar su mano, cuando de súbito una amplia sonrisa bailó por su rostro, y con una risa ligera, burlona continuó:
-¡Cuando Whisky sacó el coco de ahí, era una visión para ver! ¡Todas sus ropas finas -se vestía muy cegador por esos días-, estaban estropeadas para la eternidad! Su pelo estaba revuelto, y la cara -lo que pude ver de ésta-, estaba más blanca que un as de lirios. Me miró fijo una vez a mí, y miró a otro lado, como si yo no contara; y entonces tenía unas punzandas dolorosas, que se cazaban la una a la otra, desde mi dedo mordido hasta la cabeza, y Gopher estuvo en la oscuridad. Por eso es que yo no estuve en la pesquisa.
-¿Pero por qué se mordió la lengua después? -pregunté.
-Es esa suerte de lengua -replicó, y ni una palabra más hubiera dicho sobre eso.
-Después de eso, Whisky se puso a beber más fuerte y fuerte, y fue un rabioso-rabioso anti- peón, pero yo no creo que él se alegrara, en particular, de que dispersó a Ah Wee. Él no le ponía mucho perro a eso, cuando nosotros estábamos solos, como cuando tenía la oreja de una maldita extravagancia espectacular como usted. Él levantó la lápida y buriló la inscripción, de acuerdo a sus humores variados. Le tomó tres semanas, trabajando entre las bebidas. Yo burilé la suya en un día.
-¿Cuándo murió Jo.? -pregunté bastante ausente. La respuesta me quitó el aliento:
-Muy pronto, después que yo lo miré por ese nudo-hoyo, ¡cuando usted le hubo puesto algo en su whisky, tú, maldito Borgia!
Recobrado un tanto de mi sorpresa ante esta asombrosa acusación, yo estaba medio dispuesto a estrangular al acusador audaz, pero fui refrenado por una súbita convicción que me vino a la luz de una revelación. Fijé una mirada grave en él y le pregunté, tan calmado como pude: -¿Y cuándo usted se volvió un lunático?
-¡Hace nueve años! -chilló, lanzando sus manos apretadas-, ¡hace nueve años, que ese gran bruto mató a la mujer que lo amó a él, mejor que me amó a mí!, ¡a mí, que la había seguido desde San Francisco, donde él se la ganó en un poker tapado!, ¡a mí, que había cuidado de ella por años, cuando el truhán al que le pertenecía, se avergonzaba de reconocerla y tratarla a lo blanco!, ¡a mí, que por el bien de ella guardé su malvado secreto, hasta que se lo comió todo a él!, ¡a mí, que cuando usted envenenó a la bestia, cumplí su última petición de acostarlo al lado de ella, y de darle una lápida para su cabeza! Y yo nunca había visto la tumba de ella hasta ahora, pues no quería encontrarlo a él aquí.
-¿Encontrarlo a él? ¡Pero, Gopher, mi pobre tipo, él está muerto!
-Por eso es que le tengo miedo.
Yo seguí al pequeño desgraciado a su carreta de vuelta, y retorcí su mano en la partida. Ahora era el anochecer, y mientras estaba parado al borde del camino, en la penumbra que se profundizaba, mirando los blancos contornos de la carreta que se retiraba, un sonido me llegó en el viento nocturno, un sonido como de una serie de porrazos vigorosos, y una voz salió de la noche:
-Arre ahí, tú, maldito, viejo geranio.

Título original: The Haunted Valley, publicado por primera vez en Overland Monthly, julio de 1871, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Martin Grelle, West Texas Cow Hunter (Detail), XX.