sábado, 16 de abril de 2011

La dama de Redhorse


Coronado, 20 de junio.

Yo me encuentro más y más interesada en él. No es, estoy segura, su… ¿tú conoces algún buen sustantivo que corresponda al adjetivo “apuesto”? A una no le gusta decir “belleza” cuando habla de un hombre. Él es lo suficiente bello, los cielos lo saben; no me debería incluso importar confiar en ti junto a él -la más fiel de todas las esposas posibles que eres-, cuando luce de su mejor forma, como hace siempre. Tampoco creo que la fascinación de su manera tenga mucho que ver con eso. Tú recuerdas que el encanto del arte estriba en eso que es indefinible, y para ti y para mí, mi querida Irene, me figuro que hay bastante menos de eso, en la rama del arte bajo consideración, que dos muchachas en su primera estación. Me figuro que sé cómo mi fino caballero produce muchos de sus efectos, y podría acaso darle un puntero para la elevación de éstos. No obstante, su manera es algo en verdad delicioso. Yo supongo lo que me interesa, principalmente, es el cerebro del hombre. Su conversación es la mejor que he oído jamás, y en conjunto desigual a la de algún otro más. Él parece saberlo todo, como en efecto debe, pues ha estado en todas partes, leído todo, visto todo lo que hay para ver -a veces creo bastante más de lo que es bueno para él-, y tenía conocimiento de la gente más extraña. Y luego su voz, Irene, cuando yo la oigo me siento, realmente, como si debiera haber pagado en la puerta, aunque por supuesto es mi propia puerta.

3 de julio.

Yo me temo, que mis comentarios sobre el dr. Barritz deben haber sido, siendo impensados, muy tontos, o tú no me habrías escrito de él con tal levedad, por no decir falta de respeto. Créeme, muy querida, él tiene más dignidad y seriedad (de la clase, quiero decir, que no es incompatible con una manera a veces juguetona, y siempre encantadora), que alguno de los hombres que tú y yo jamás conocimos. Y el joven Raynor -tú conociste a Raynor en Monterrey-, me dice que él le agrada a todos los hombres, y es tratado con algo así como deferencia en todas partes. Hay un misterio también, algo sobre su conexión con la gente de la Blavátskii en la India norteña. Raynor no quería o no podía tampoco decirme los particulares. Yo infiero que el dr. Barritz, se piensa -¡no te atrevas a reírte! -es un mago. ¿Podría alguna cosa ser más fina que eso?
Un misterio ordinario no es, por supuesto, tan bueno como un escándalo, pero cuando se refiere a prácticas oscuras y espantosas, al ejercicio de poderes supra-terrenos, ¿podría alguna cosa ser más picante? Eso explica también, la singular influencia que el hombre tiene sobre mí. Es lo indefinible de su arte, el arte negro. En serio, querida, yo tiemblo bastante cuando él me mira de lleno a los ojos, con esos orbes insondables de los suyos, que ya he intentado en vano describirte. ¡Qué espantoso si él tiene el poder de hacerla caer a una en el amor! ¿Tú sabes si la multitud de Blavátskii tiene ese poder fuera de Cipayo?

16 de julio.

¡La cosa más extraña! La noche pasada, mientras tía estaba asistiendo a uno de los brincoteos del hotel (los odio), el dr. Barritz tocó. Era escandalosamente tarde, en realidad, creo que había hablado con tía en el salón de baile, y sabido por ella que yo estaba sola. Yo había estado toda la noche tramando cómo sonsacarle la verdad, sobre su conexión con los thugs de Cipayo, y todo lo de ese negocio negro, pero en el momento que fijó sus ojos en mí (pues lo admití a él, me avergüenza decirlo), estaba indefensa. Yo temblaba, me sonrojaba, oh Irene, Irene, amo al hombre más allá de la expresión, y tú sabes cómo es por ti misma.
¡Figúrate! Yo, un patito feo de Redhorse -hija (dicen) del viejo Jim Calamity- ciertamente su heredera, sin una relación viviente, menos una absurda tía vieja que me mima de mil cincuenta formas, absolutamente desprovista de todo, menos de un millón de dólares y una esperanza en París, ¡me atrevo a amar a un dios como él! Mi querida, si yo te tuviera aquí, podría arrancarte los pelos por la mortificación.
Yo estoy convencida de que él está enterado de mi sentimiento, pues se quedó sólo unos pocos momentos, no dijo nada que otro hombre no pudiera haber dicho la mitad de bien, y pretendiendo que tenía un compromiso se fue. He sabido hoy en día (un pajarito me dijo, el pajarito de la campana) que se fue derecho a la cama. ¿Cómo te golpea eso como evidencia de unos hábitos ejemplares?

17 de julio.

Ese pequeño canalla, Raynor, tocó ayer y su balbuceo me puso casi salvaje. Él nunca deja de correr, es decir, cuando extermina una veintena de reputaciones, más o menos, no hace una pausa entre una reputación y la siguiente. (Por cierto, inquería sobre ti y sus manifestaciones de interés tenían, lo confieso, una buena porción de vraisemblance.) El sr. Raynor no observa las leyes del juego, como la muerte (que él infligiría si la calumnia fuera fatal) tiene todas las estaciones por su cuenta. Pero a mí me agrada, pues nos conocíamos el uno al otro en Redhorse, cuando éramos jóvenes. Él era conocido en esos días como “Risitas”, y a mí -oh, Irene, ¿puedes tú perdonarme jamás?- me llamaban “Yutecita”. Dios sabe por qué, acaso en alusión a la materia de mis delantales, acaso porque el nombre tiene aliteración con “Risitas”, pues Risita y yo éramos compañeros inseparables, y los mineros podían haber pensado era una delicada civilidad, reconocer alguna clase de relación entre nosotros.
Más tarde tomamos a un tercero, otro hijo de la adversidad quien, como Garrick entre la tragedia y la comedia, tenía una crónica inhabilidad para adjudicar los reclamos rivales del frío y el hambre. Entre él y la miseria raramente había alguna cosa más, que un único tirante y la esperanza de una comida, que al mismo tiempo sostenía la vida y la hacía insoportable. Él, literalmente, recogía unos medios de vida precarios para sí mismo y una madre anciana, “clorurando los terreros”, es decir, los mineros le permitían que buscara, en los montones de desechos de roca, esas piezas de “pago mineral” que se habían pasado por alto, y las ensacaba y vendía en el Sindicato del Molino. Él se convirtió en un miembro de nuestra firma “Yutecita, Risitas y Terrero” desde entonces, por mi favor, pues yo no podía entonces, ni puedo ahora, ser indiferente a su coraje y proeza, al defender contra Risitas el derecho inmemorial de su sexo, a insultar a una hembra extraña y no protegida, yo misma. Después que el viejo Jim golpeó en Calamity, y yo empecé a usar zapatos e ir a la escuela, y en emulación Risitas aceptó lavarse la cara y se convirtió en Jack Raynor, de Wells, Fargo & Co., y la vieja sra. Barts fue clorurada en sí misma con sus ancestros, Terrero enrumbó hacia San Juan Smith y se volvió conductor de diligencia, y fue asesinado por unos agentes de camino, y demás.
¿Por qué te digo todo esto, querida? Porque es pesado en mi corazón. Porque camino por el valle de la humildad. Porque me estoy sometiendo a la permanente conciencia de mi indignidad, para desatar un cordón del zapato del dr. Barritz. ¡Porque, oh querida, oh querida, hay un primo de Terrero en este hotel! Yo no he hablado con él. Yo nunca tuve mucho conocimiento de él, ¿pero tú supones que él me ha reconocido? Por favor, dame en tu próxima tu opinión cándida, lo suficiente segura sobre eso, y dime que no crees eso. ¿Tú supones que él ya sabe de mí, y por eso es que me dejó la noche pasada, cuando vio que yo me sonrojaba y temblaba como una tonta bajo sus ojos? Tú sabes que yo no puedo sobornar a todos los periódicos, y no puedo retractarme de alguien que fue civil con Yutecita en Redhorse, ni aunque me lanzaran fuera de la sociedad al mar. Así que el esqueleto a veces se traquetea detrás de la puerta. A mí nunca me importó mucho antes, como tú sabes, pero ahora, ahora no es lo mismo. Jack Raynor, yo estoy segura de eso, no le va a decir. Él parece, en efecto, tenerlo en tal respeto, que apenas se atrevería a hablarle en absoluto, y yo misma en una buena porción soy de esa forma. ¡Querida, querida! ¡Yo quisiera tener algo más que el millón de dólares! Si Jack fuera tres pulgadas más alto, yo me habría casado con él de por vida y vuelto a Redhorse, y usado ropa de saco de nuevo hasta el fin de mis días miserables.

25 de julio.

Tuvimos una puesta de sol perfecta, espléndida la tarde pasada, y debo decirte todo sobre eso. Yo corrí lejos de tía y de todo el mundo, y estuve andando sola por la playa. ¡Yo espero que me creas, tú infiel!, que no había mirado afuera por mi ventana, en el lado del mar del hotel, y visto a él andando solo por la playa. Si tú no has perdido todo sentimiento de delicadeza femenina, aceptarás mi declaración sin preguntas. Yo pronto me establecí bajo mi parasol, y había estado por algún tiempo mirando al mar de modo soñador, cuando él se aproximó andando cerca de la orilla del agua, era la marea baja. ¡Yo te aseguro que la arena mojada, realmente, brillaba alrededor de sus pies! Cuando se aproximó a mí se levantó el sombrero, diciendo: -Señorita Dement, ¿puedo sentarme con usted?, ¿o irá a caminar conmigo?
La posibilidad de que ninguna pudiera ser agradable, parecía no habérsele ocurrido a él. ¿Conociste tú jamás tal seguridad? ¿Seguridad? ¡Mi querida, era descaro, redomado descaro! Bueno, yo no encontré fuera ajenjo, y repliqué con mi indocto corazón de Redhorse en la garganta, “A mí, a mí me dará gusto hacer alguna cosa.” ¿Podían haber sido unas palabras más estúpidas? ¡Hay una profunda fatuidad en mí, oh amiga de mi alma, que es simplemente insondable!
Él extendió su mano, sonriendo, y yo entregué la mía a ésta sin un momento de vacilación, y cuando sus dedos se cerraron sobre ésta para asistirme en ponerme de pie, la conciencia de que ésta temblaba me hizo sonrojar peor que el rojizo oeste. Yo me levanté, sin embargo, y después de un rato, observando que él no había dejado ir mi mano, la jalé un poco, pero de modo no exitoso. Él simplemente la tenía, sin decir nada, pero mirando abajo hacia mi cara, con alguna clase de sonrisa; ¿yo no sabía, cómo podría, si ésta era afectiva, burlona, o qué?, pues no lo miraba. ¡Cuán bello estaba!, con los fuegos rojizos de la puesta de sol ardiendo en lo profundo de sus ojos. ¿Sabes tú, querida, si los thugs y los expertos de la región Blavátskii, tienen alguna clase especial de ojos? ¡Ah, tú deberías haber visto su actitud soberbia, la inclinación como de dios de su cabeza, mientras estaba parado ante mí, después que yo me había puesto de pie! Era una pintura noble, pero yo pronto la destruí, pues empecé a la vez a hundirme en la tierra de nuevo. Sólo había una cosa que él podía hacer, y la hizo, me sostuvo con un brazo alrededor de mi cintura.
-Señorita Dement, ¿está usted mal? -dijo.
No era una exclamación, no había alarma ni solicitud en ésta. Si él hubiera agregado: “Yo supongo eso es sobre lo que se espera que diga”, apenas habría expresado su sentido de la situación con más claridad. Su manera me llenaba de vergüenza e indignación, pues yo estaba sufriendo agudamente. Yo arranqué mi mano de la suya, agarré el brazo que me sostenía y me empujé hacia afuera, caí redonda en la arena y me senté indefensa. El sombrero se me había caído en la lucha, y el pelo se me volcaba sobre la cara y los hombros de la forma más mortificante.
-Váyase de mí -aullé, medio asfixiada-. ¡Oh, por favor, váyase, usted, usted es un thug! ¿Cómo se atreve a pensar eso cuando mi pierna está dormida?
¡Yo realmente dije esas palabras idénticas! Y entonces me derrumbé y sollocé. ¡Irene, yo balbuceé!
Su manera se alteró en un instante, yo podía ver cuán mucho a través de mis dedos y pelo. Se hincó de una rodilla junto a mí, separó la maraña de pelo y dijo con la mayor ternura: “Mi pobre niña, Dios sabe que yo no he intentado apenarla. ¿Cómo debería yo? ¡Yo que la amo, yo que la he amado por... por años y años!
Él había sacado las manos mojadas de mi cara, y las estaba cubriendo de besos. Mis mejillas eran como dos carbones, toda mi cara estaba llameando y, creo, humeando. ¿Qué yo podía hacer? La escondí en su hombro, no había otro lugar. ¡Y, oh, mi querida amiga, cómo me hormigueaba y retemblaba la pierna, y como quería patear!
Estuvimos sentados así por mucho tiempo. Él había liberado una de mis manos, para pasar su brazo alrededor de mí de nuevo, y yo estaba poseída con mi pañuelo y me estaba secando los ojos y la nariz. Yo no miraría arriba hasta que eso fuera hecho, él trató en vano de ponerme a un poco de distancia y mirarme a la cara fijamente. De repente, cuando todo estaba bien y se había puesto un poco oscuro, yo levanté la cabeza, lo miré directo a los ojos y sonreí de mi mejor forma, a mi mejor nivel, querida.
-¿Qué quiere usted decir -dije-, por años y años?
-Muy querida -replicó muy gravemente, muy seriamente-, en ausencia de las mejillas hundidas, los ojos huecos, el pelo lacio, el andar encorvado, los harapos, la suciedad y la juventud, ¿no puedes tú, no vas tú a entender? ¡Yutecita, yo soy Terrero!
En un momento yo me había puesto de pie y él se había puesto. Yo lo agarré por las solapas de su abrigo, y escruté su cara apuesta en la oscuridad profunda. Yo estaba sin aliento por la excitación.
-¿Y tú no estás muerto? -pregunté, apenas sabiendo lo que decía.
-Sólo muerto de amor, querida. Yo me recuperé de la bala del agente de camino, pero ésta, me temo, es fatal.
-Pero de Jack, el sr. Raynor, ¿Tú no sabes..?
-Yo me avergüenzo de decirte, cariño, que fue por la sugerencia de esa persona indigna, que yo vine aquí desde Viena.
Irene, ellos han engañado a tu afectuosa amiga,
Mary Jane Dement.
PS. Lo peor de esto es que no hay ningún misterio, que fue una invención de Jack Raynor para despertar mi curiosidad. James no es un thug. Él me asegura de modo solemne que, en todas sus andanzas, nunca ha puesto un pie en Cipayo.

Título original: An Heiress from Redhorse, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, marzo de 1891, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: James Jebusa Shannon, Portrait of a Bride, XIX.