jueves, 3 de marzo de 2011

El hombre y la culebra

I

Es de un informe verídico, y atestiguado por tantos que he aquí ninguno de los sabios y entendidos lo contraría, que los ojos de la serpiente tienen una propiedad magnética, que quienes caen en su persuasión son arrastrados hacia adelante a despecho de su voluntad, y perecen miserablemente por la mordida de esa criatura.
Tendido a sus anchas en un sofá, con bata y zapatillas, Harker Brayton sonrió al leer la sentencia anterior en las viejas Maravillas de la ciencia de Morryster. “La única maravilla del asunto -se dijo a sí mismo-, es que el sabio y entendido en los días de Morryster debiera haber creído tal tontería, que es rechazada incluso por el más ignorante en los nuestros”.
Un tren de reflexión siguió -pues Brayton era un hombre de pensamiento- y bajó el libro de forma inconsciente, sin alterar la dirección de sus ojos. Tan pronto como el volumen había ido por abajo de la línea de visión, algo en una oscura esquina de la habitación atrajo su atención a sus entornos. Lo que veía en la sombra abajo de su cama, eran dos puntos de luz menudos, al parecer, apartados casi una pulgada. Éstos podrían haber sido unos reflejos del mechero de gas encima de él, en las cabezas de unos clavos de metal, les concedió sólo un pequeño pensamiento y reanudó su lectura. Un momento después algo -algún impulso que no se le ocurrió analizar- lo impelió a bajar el libro de nuevo, y buscar lo que había visto antes. Los puntos de luz aún estaban allí. Éstos parecían haberse vuelto más brillantes que antes, radiando con un lustre verdoso que no había observado al principio. Pensó también que podían haberse movido un poco, estaban un tanto más cerca. Éstos estaban aún demasiado en la sombra, sin embargo, para revelar su naturaleza y origen a una atención indolente, y reanudó su lectura de nuevo. Súbitamente, algo en el texto le sugirió un pensamiento que le hizo sobrecogerse, y soltar el libro por tercera vez al costado del sofá, donde, escapando de su mano, éste cayó disperso al suelo, tendido de espalda. Brayton, medio levantado, estaba mirando con intención la oscuridad debajo de la cama, donde los puntos de luz radiaban, le pareció, con un fuego adicional. Su atención estaba ahora despierta por completo, su mirada fija era ávida e imperativa. Ésta descubrió, casi directo abajo de la baranda de la cama, los anillos de una gran serpiente, ¡los puntos de luz eran sus ojos! Su cabeza horrible, lanzada aplanada adelante, desde el anillo más interior y posada en el más exterior, se dirigía directo hacia él, sirviendo la definición de la mandíbula ancha, brutal, y de la frente como idiota, para mostrar la dirección de su malévola mirada fija. Los ojos no eran más unos meros puntos luminosos, éstos miraban a los suyos propios con un significado intencional, maligno.

II

Una culebra en el dormitorio de una vivienda de la mejor clase en una ciudad moderna no es, felizmente, un fenómeno tan común como para hacer la explicación no necesaria por completo. Harker Brayton, un soltero de treinticinco años, estudioso, perezoso y con algo de atleta, rico, popular y de buena salud, había retornado a San Francisco de toda suerte de países remotos y no familiares. Sus gustos, siempre un poco lujosos, habían tomado una adicional exuberancia por la larga privación, y siendo incluso los recursos del Hotel Castle inadecuados para su perfecta satisfacción, había aceptado gustoso la hospitalidad de su amigo, el dr. Druring, el distinguido científico. La casa del dr. Druring, una grande, a la moda antigua en lo que era hoy un barrio oscuro de la ciudad, tenía un exterior y visible aspecto de reserva orgullosa. Ésta, simplemente, no se asociaba con los elementos contiguos de su alterado medio ambiente, y parecía haber desarrollado algunas de las excentricidades que vienen del aislamiento. Una de ésas era un “ala”, irrelevante de modo conspicuo en el punto de la arquitectura, y no menos rebelde en el asunto del propósito, pues era una combinación de laboratorio, ménagerie y museo. Era aquí donde el doctor consentía el lado científico de su naturaleza, en el estudio de esas formas de vida animal, que ocupaban su interés y consolaban su gusto, el cual, se debe confesar, se inclinaba más bien a los tipos más bajos. Para que uno, de la más elevada agilidad y dulzura, se recomendara a sus gentiles sentidos, tenía que retener al menos ciertas características rudimentarias, que lo aliaran a tales “dragones de lo primario” como los sapos y las culebras. Sus simpatías científicas eran distintivamente reptilianas, amaba a los vulgares de la naturaleza y se describía como el Zola de la zoología. Su esposa e hijas, no teniendo la ventaja de compartir su ilustrada curiosidad, respecto a los trabajos y las maneras de nuestras criaturas-colegas de mala-estrella, estaban excluidas con no necesaria austeridad de lo que él llamaba el serpentario, y condenadas a la compañía de los de su propia clase, aunque para suavizar los rigores de su suerte, él les había permitido salir de su gran riqueza, para superar a los reptiles en la preciosura de sus entornos y radiar con un esplendor superior.
En lo arquitectónico, y en el punto del “amueblado” el serpentario era de una sencillez severa, adecuada a las humildes circunstancias de sus ocupantes, muchos de quienes, en efecto, no podrían con seguridad haber sido instruidos con la libertad, que es necesaria para el pleno disfrute del lujo, pues tenían la problemática peculiaridad de estar vivos. En sus propios apartamentos, sin embargo, estaban como bajo una pequeña restricción personal, que era compatible con su protección contra el pernicioso hábito de tragarse el uno al otro; y, como Brayton había sido informado con previsión, era más que una tradición que algunos de ellos, en diversos momentos, habían sido hallados en partes de los locales, donde les hubiera sido embarazoso explicar su presencia. A despecho del serpentario y sus asociaciones extrañas -a las que, en efecto, le prestó poca atención- Brayton hallaba la vida en la mansión de Druring muy propia para a su mente.
III

Más allá de un vivo impacto de sorpresa y una sacudida de mera repulsión, el sr. Brayton no estaba lo bastante afectado. Su primer pensamiento fue tocar la campana de llamada y traer a un sirviente, pero aunque el cordón de la campana colgaba a un fácil alcance, no hizo un movimiento hacia éste, se le había ocurrido a su mente que el acto podía someterlo a la sospecha de un miedo, que él ciertamente no sentía. Estaba más agudamente consciente de la incongruente naturaleza de la situación, que afectado por sus peligros, era revulsivo pero absurdo.
El reptil era de una especie con la que Brayton no estaba familiarizado. Su longitud sólo la podía conjeturar, el cuerpo, en la mayor parte visible, parecía casi tan grueso como su antebrazo. ¿De qué manera era peligroso, si de alguna manera? ¿Era venenoso? ¿Era un constrictor? Su conocimiento de las señales de peligro de la naturaleza no le permitían decirlo, nunca había descifrado el código.
Si no peligrosa, la criatura era al menos ofensiva. Era de trop -“un asunto fuera de lugar”-, una impertinencia. La gema era indigna del engaste. Incluso el gusto bárbaro de nuestro tiempo y país, que había cargado las paredes de la habitación con pinturas, el suelo con muebles y los muebles con un bric-a-brac, no habían ajustado lo bastante el lugar para ese pedazo de vida salvaje de la jungla. Además -¡un pensamiento insoportable!-, las exhalaciones de su respiración se mezclaban con la atmósfera que él mismo estaba respirando.
Esos pensamientos se formaron en la mente de Brayton con mayor o menor definición, y motivaron la acción. El proceso es lo que llamamos consideración y decisión. Es así que somos sabios y no sabios. Es así que la hoja marchita en la brisa de otoño, muestra mayor o menor inteligencia que sus colegas, cayendo en la tierra o en el lago. El secreto de la acción humana es uno abierto: algo contrae nuestros músculos. ¿Importa si le damos a los cambios moleculares preparativos el nombre de voluntad?
Brayton se puso de pie y se preparó para retroceder con suavidad, lejos de la culebra, sin turbarla si era posible, y por la puerta. Los hombres se retiran así de la presencia de lo grande, pues la grandeza es poder y el poder es una amenaza. Él sabía que podía caminar hacia atrás sin error. Si el monstruo lo seguía, el gusto que había enyesado las paredes con pinturas, había provisto de modo consistente un estante de asesinas armas orientales, del que podía arrebatar una propia para la ocasión. Mientras tanto los ojos de la culebra ardían con una malevolencia más despiadada que antes.
Brayton levantó su pie derecho libre del suelo, para dar un paso hacia atrás. En ese momento sintió una fuerte aversión a hacer eso.
“Yo soy tenido por valiente” -pensó-, “¿la valentía, entonces, no es más que orgullo? ¿Porque no hay ninguno que sea testigo de la vergüenza, me voy a retirar?
Se estaba sujetando con su mano derecha del respaldo de la silla, su pie suspendido.
-¡Tonterías! -dijo en voz alta-. Yo no soy un cobarde tan grande, como para temer parecerme a mí mismo miedoso.
Levantó el pie un poco más alto, doblando la rodilla con levedad, y lo lanzó al suelo agudamente, ¡una pulgada al frente del otro! No podía pensar cómo ocurrió eso. Un intento con el pie izquierdo tuvo el mismo resultado, éste estuvo de nuevo delante del derecho. La mano sobre el respaldo de la silla la estaba apretando, el brazo estaba derecho, alargado un tanto hacia atrás. Uno podía haber dicho que era renuente a perder su sostén. La maligna cabeza de la culebra seguía lanzada adelante, desde el anillo interior como antes, al nivel del cuello. No se había movido, pero sus ojos eran ahora unas chispas eléctricas, irradiando una infinidad de agujas luminosas.
El hombre tenía una palidez cenicienta. De nuevo dio un paso hacia adelante, y otro, en parte arrastrando la silla que, cuando finalmente fue liberada, cayó al suelo con estrépito. El hombre gimió, la culebra no hizo un sonido o movimiento, pero sus ojos eran dos soles deslumbrantes. El reptil mismo estaba totalmente ocultado por éstos. Éstos emitían aros alargados de ricos y vívidos colores, que en su mayor expansión se desvanecían de forma sucesiva, como pompas de jabón; éstos parecían aproximarse a su mismo rostro, y de pronto estaban a una distancia inmensa. Oyó, en algún lugar, el palpitar continuo de un gran tambor, con los estallidos inconexos de una música lejana, inconcebiblemente dulce, como los tonos de un arpa eólica. La conoció como la melodía del amanecer de la estatua de Memnon, y pensó que estaba en los juncos del Nilo, oyendo con un sentido exaltado ese himno inmortal a través del silencio de los siglos.
La música cesó, más bien se convirtió, con grados insensibles, en el retumbo distante de los truenos de una tormenta en retirada. Un paisaje, que relucía con el sol y la lluvia, se extendía ante él, arqueado por un arco iris vívido que enmarcaba, en su curva gigante, un centenar de ciudades visibles. En la media distancia una vasta serpiente, llevando una corona, elevaba la cabeza fuera de sus voluminosas convoluciones, y lo miraba con los ojos de su madre muerta. Súbitamente, ese paisaje encantador pareció moverse con presteza hacia arriba, como un telón de escena, y se desvaneció en un blanco. Algo le asestó un duro golpe en el rostro y el pecho. Había caído al suelo, la sangre corría de su nariz partida y labios lacerados. Por un tiempo se quedó aturdido y ofuscado, y yació con los ojos cerrados, el rostro contra el suelo. En unos momentos se había recobrado, y entonces supo que con esa caída, al retirar sus ojos, había roto el hechizo que lo poseía. Sintió que ahora, al mantener su mirada apartada, sería capaz de retirarse. Pero la idea de la serpiente a unos pocos pies de su cabeza, aunque no vista -acaso en el mismo acto de saltar sobre él, y lanzar sus anillos en torno a su garganta- ¡era demasiado horrible! Levantó la cabeza, miró fijo de nuevo esos ojos funestos, y estuvo de nuevo en sumisión.
La culebra no se había movido, y parecía haber perdido un tanto su poder sobre la imaginación, las ilusiones preciosas de unos momentos antes no se repetían. Debajo de esa frente plana y sin cerebro, los ojos negros de abalorio simplemente relucían como al principio, con una expresión indeciblemente maligna. Era como si la criatura, segura de su triunfo, hubiera determinado no practicar más ardides atrayentes.
Ahora siguió una escena temible. El hombre, postrado en el suelo, a una yarda de su enemigo, levantó la parte superior de su cuerpo sobre los codos, la cabeza lanzada atrás, las piernas extendidas en toda su longitud. Su rostro estaba blanco entre las manchas de sangre, sus ojos estaban abiertos forzadamente en su suprema expansión. Había espuma en sus labios, esta caía en copos. Unas fuertes convulsiones corrían por su cuerpo, haciendo casi ondulaciones serpentinas. Se inclinó sobre la cintura, mudando las piernas de un lado a otro. Y cada movimiento lo dejaba un poco más cerca de la culebra. Lanzó las manos hacia adelante, para bracearse hacia atrás, pero avanzaba sobre los codos de modo constante.

IV

El dr. Druring y su esposa se sentaron en la biblioteca. El científico estaba de un raro buen humor.
-Yo recién he obtenido, por intercambio con otro coleccionista -dijo-, un espléndido espécimen de la ophiophagus.
-¿Y qué puede ser eso? -inquirió la dama con un interés un tanto lánguido.
-¡Pero, bendice mi alma, qué profunda ignorancia! Mi querida, un hombre que averigua después del matrimonio que su esposa no sabe griego, tiene derecho a un divorcio. La ophiophagus es una culebra que se come a las otras culebras.
-Yo espero que se va a comer a todas las tuyas -dijo ella, mudando la lámpara de forma ausente-. ¿Pero cómo tiene a las otras culebras? Al encantarlas a éstas, supongo.
-Eso es justo como tú, querida -dijo el doctor, con una afectación de petulancia-. Tú sabes cuán irritante es para mí cualquier alusión, a esa vulgar superstición sobre el poder de fascinación de la culebra.
La conversación fue interrumpida por un aullido poderoso, ¡que retumbó por la casa silenciosa como la voz de un demonio gritando en una tumba! Una y otra vez resonó con terrible distinción. Ellos se pusieron en pie de un salto, el hombre confundido, la dama pálida y sin habla por el susto. Casi antes de que los ecos del último aullido se hubieran apagado, el doctor estaba fuera de la habitación, saltando por la escalera dos peldaños a la vez. En el corredor frente a la cámara de Brayton, encontró a algunos sirvientes que habían venido del piso superior. Juntos se abalanzaron a la puerta sin tocar. Ésta estaba sin cerrojo y cedió. Brayton yacía de bruces en el suelo, muerto. Su cabeza y sus brazos estaban ocultados, en parte, abajo de la baranda de la cama. Sacaron el cuerpo, lo tendieron de espalda. El rostro estaba embarrado de sangre y espuma, los ojos estaban muy abiertos, mirando fijo, ¡una visión de espanto!
-Murió de un acceso -dijo el científico, doblando la rodilla y poniendo la mano sobre el corazón. Mientras estaba en esa posición, se arriesgó a mirar abajo de la cama. -¡Buen Dios! -agregó-, ¿cómo llegó esta cosa aquí?
Alargó la mano abajo de la cama, sacó la culebra y la arrojó, aún anillada, al centro de la habitación, donde con un sonido áspero, rozante ésta se deslizó por el suelo pulido, hasta que se detuvo junto a la pared, donde yació sin movimiento. Era una culebra disecada, sus ojos eran dos botones de zapato.

Título original: The Man and the Snake, publicado por primera vez en The San Francisco Examiner, junio de 1890, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Chris Peters, The Fall, XXI.