sábado, 19 de marzo de 2011

El solicitante


Empujando sus piernas venturosas por la nieve profunda, que había caído la noche anterior, y animado por el gozo de su hermana pequeña, que seguía por el camino abierto que él hacía, un resuelto niño menudo, el hijo del ciudadano más distinguido de Grayville, golpeó su pie contra algo, de lo que no había signo visible en la superficie de la nieve. Es el propósito de esta narración explicar cómo eso llegó a estar allí.
Nadie que haya tenido la ventaja de pasar por Grayville de día, puede haber dejado de observar el gran edificio de piedra, que corona una colina baja al norte de la estación ferroviaria, es decir, a la derecha yendo hacia Great Mowbray. Es un inmueble de estampa un tanto apagada, del orden comatoso temprano, y parece haber sido diseñado por un arquitecto que se sustraía de la publicidad, y que aunque incapaz de ocultar su obra -incluso compelido, en esta instancia, a situarla en una eminencia a la vista de los hombres-, hizo honestamente lo que pudo para asegurarla contra una segunda mirada. Tan lejos como concierne a su aspecto exterior y visible, el Hogar para viejos Abersush es, de modo incuestionable, inhóspito para la atención humana. Pero es un edificio de gran magnitud, que costó a su benevolente fundador el provecho de las muchas cargas de tés, sedas y especias, que sus barcos traían del bajo mundo cuando estaba en el comercio en Boston, aunque la expensa principal era su dotación. En conjunto, esta persona temeraria había robado a sus herederos por ley, una suma de no menos de medio millón de dólares, y la había tirado en dádivas disolutas. Posiblemente, fue con la visión de salir de la vista del gran testigo silencioso de su extravagancia, que poco después dispuso de todas las propiedades de Grayville que le quedaban, le dio la espalda a la escena de su prodigalidad y se fue por el mar en uno de sus propios barcos. Pero los chismosos, que obtenían su inspiración más directa del cielo, declararon que se había ido en busca de una esposa, una teoría que no se reconcilió fácilmente con la del humorista de la villa, quien aseveró con solemnidad que el soltero filántropo había partido de esta vida (dejado Grayville, a saber), porque las doncellas casaderas lo habían hecho demasiado caluroso para retenerlo. Comoquiera esto pueda haber sido, no había retornado, y aunque habían llegado a Grayville con largos intervalos, de una manera desganada, vagos rumores de sus andanzas en las tierras extrañas, nadie parecía saber ciertamente de él, y para la nueva generación no era más que un nombre. Pero desde arriba del portal del Hogar para viejos, el nombre gritaba en piedra.
A despecho de su exterior no prometedor, el Hogar era un lugar bastante cómodo de retiro de los males, en que sus internos habían incurrido por ser pobres, viejos y hombres. En el tiempo que abarca esta breve crónica, éstos eran de un número cerca de una veintena, pero por su acerbidad, quejumbre e ingratitud general, podrían apenas ser contados menos de un centenar; al menos ese era el estimado del superintendente, el sr. Silas Tilbody. Era la firme convicción del sr. Tilbody que siempre, al admitir a nuevos viejos para remplazar a esos, que se habían ido a otro y mejor Hogar, los síndicos se habían distinguido en desear la infracción de su paz, y en la prueba de su paciencia. En verdad, mientras más la institución estaba conectada con él, más fuerte era su sensación de que el esquema de benevolencia del fundador, era tristemente empeorado por la provisión de cualesquiera internos del todo. Él no tenía mucha imaginación, pero con la que tenía, era adicto a la reconstrucción del Hogar para viejos en una suerte de “castillo en España”, con él mismo como un castellano que entretenía, de forma hospitalaria, a casi una veintena de pulcros y prósperos caballeros de mediana edad, de un buen humor consumado y civilmente deseosos de pagar por la mesa y el albergue. En ese revisado proyecto de filantropía los síndicos, con quienes estaba endeudado por su oficina y era responsable por su conducta, no tenían la felicidad de aparecer. En cuanto a éstos, era mantenido por el humorista de la villa arriba mencionado que, en su gerencia de la gran caridad, la providencia había suministrado con previsión un incentivo para el ahorro. Con la inferencia él esperaba fuera extraída de esa visión, no tenemos nada que ver, ésta no era apoyada ni negada por los internos, a quienes ciertamente más concernía. Éstos vivían su pequeño residuo de vida, se arrastraban a tumbas numeradas con pulcritud, y eran sucedidos por otros hombres viejos así como ellos, como podría ser deseado por el Adversario de la paz. Si el Hogar era un lugar de castigo por el pecado de lo pródigo, los veteranos ofensores buscaban justicia con una persistencia, que atestiguaba la sinceridad de su penitencia. Es a uno de éstos que la atención del lector se invita ahora.
En el asunto del atuendo esta persona no era atractiva por completo. Pero en esa estación, que era mediados de invierno, un observador descuidado podría haber visto sobre ésta como el dispositivo ingenioso de un labrador, no dispuesto a compartir los frutos de su labor con los cuervos que no laboraban ni hilaban, un error que podría no haberse disipado, sin una observación más larga y cercana de lo que él parecía cortejar; pues su progreso por la calle Abersush hacia el Hogar, en la tiniebla de una noche de invierno, no era visiblemente más rápido, del que podría haberse esperado de un espantapájaros bendecido con la juventud, la salud y el descontento. El hombre estaba mal vestido de modo indisputable, aunque no sin una cierta finura y buen gusto, con todo; pues era obviamente un solicitante de admisión en el Hogar, donde la pobreza era una calificación. En el ejército de la indigencia el uniforme eran los harapos, éstos servían para distinguir el rango y la fila de los oficiales que reclutan.
Mientras el viejo, entrando por el portón de los terrenos, arrastraba los pies por el ancho camino, ya blanco por la nieve que caía rápido -que él se sacudía débilmente de tiempo en tiempo, de los diversos puntos de ventaja de su persona-, iba bajo la inspección de una gran lámpara de globo, que ardía siempre por la noche sobre la gran puerta del edificio. Como no deseoso de incurrir en sus haces reveladores, se volvió hacia la izquierda y, pasando una distancia considerable a lo largo de la fachada del edificio, llamó en una puerta menuda, que emitía un rayo tenue que venía de adentro, a través del tragaluz, y se expandía incurioso por encima de su cabeza. La puerta fue abierta nada menos, que por el personaje del gran sr. Tilbody mismo. Observando a su visitante, que a la vez se descubrió, y acortó un tanto el radio de la permanente curvatura de su espalda, el gran hombre no dio una señal visible de sorpresa ni disgusto. El sr. Tilbody estaba, en efecto, de un buen humor poco común, un fenómeno atribuible, indudablemente, a la jubilosa influencia de la estación; pues era víspera de navidad, y mañana sería esa bendita 365ava parte del año, que todas las almas cristianas ponían aparte para las poderosas proezas de la bondad y la alegría. El sr. Tilbody estaba tan lleno del espíritu de la estación, que su cara gorda y pálidos ojos azules, cuyo fuego inefectivo servía para distinguirla de una atemporal calabaza de verano, efundían un fulgor tan genial, que parecía una lástima él no hubiera podido acostarse en éste, y solearse en la conciencia de su propia identidad. Estaba con sombrero, botas, abrigo y sombrilla, como convenía a una persona, que estaba a punto de exponerse a la noche y la tormenta, por un encargo de caridad; pues el sr. Tilbody recién se había separado de su esposa e hijos, para ir al “centro del pueblo”, a adquirir el recurso para confirmar la falsedad anual, sobre el santo de barrigón combado que frecuenta las chimeneas, para premiar a los niños y las niñas pequeños que son buenos, y en especial verídicos. Así que no invitó al viejo adentro, sino lo saludó con júbilo:
-¡Hola!, justo a tiempo, un momento después y me hubiera perdido. Venga, yo no tengo tiempo que perder, vamos a caminar un pequeño camino juntos.
-Gracias -dijo el viejo, en cuyo fino y blanco pero no innoble rostro, la luz de la puerta abierta mostró una expresión que era acaso de decepción-, pero si los síndicos, si mi solicitud…
-Los síndicos -dijo el sr. Tilbody cerrando más puertas que una, y cortando dos tipos de luz -han acordado que su solicitud está en desacuerdo con ellos.
Ciertos sentimientos son inapropiados para la navidad, pero el humor, como la muerte, tiene todas las estaciones para sí mismo.
-¡Oh, Dios mío! -aulló el viejo en un tono tan fino y ronco, que la invocación fue cualquier cosa menos impresionante, y al menos a uno de sus dos auditores le sonó, en efecto, un tanto ridícula. Al otro, pero ese es un asunto que los laicos están privados de la luz para exponer.
-Sí -continuó el sr. Tilbody, acomodando su andar al de su compañero quien, de forma mecánica y no muy exitosa, recorría el rastro que había dejado en la nieve-, ellos han decidido que, bajo las circunstancias, bajo unas circunstancias muy peculiares, ¿entiende?, sería inexpediente admitirlo a usted. Como superintendente y secretario ex officio de la honorable mesa -cuando el sr. Tilbody "leía su título con claridad" la magnitud del gran edificio, visto a través del velo de la nieve que caía, parecía sufrir un tanto en comparación-, es mi deber informarle que, en palabras del diácono Byram, el presidente, su presencia en el Hogar sería, bajo las circunstancias, peculiarmente embarazosa. Yo sentí era mi deber, someter a la honorable mesa la declaración que usted me hizo ayer de sus necesidades, su condición física y las pruebas que la providencia se ha complacido en mandarle, en su muy propio esfuerzo para presentar sus reclamos en persona; pero, después de una cuidadosa, y puedo decir piadosa consideración de su caso, con algo también, yo confío, de la gran caridad apropiada para la estación, se decidió que no estaríamos justificados en hacer cualquier cosa, que semejara empeorar la utilidad de la institución confiada (bajo la providencia) a nuestro cuidado.
Habían pasado ahora afuera de los terrenos, la lámpara de calle opuesta al portón era tenuemente visible a través de la nieve. Ya el anterior rastro del viejo se había borrado, y él parecía incierto en cuanto a por qué camino debía ir. El sr. Tilbody se había alejado un poco, pero hizo una pausa y se volvió a medias, al parecer renuente a preceder la continuada oportunidad.
-Bajo las circunstancias -reanudó-, la decisión es…
Pero el viejo era inaccesible a la persuasión de su verbosidad; había cruzado la calle hacia un lote vacante, y estaba yendo hacia adelante, más bien desviado hacia ningún lugar en particular, que no teniendo él ningún lugar en particular para ir, no era un proceder tan irracional como parecía.
Y así es como sucedió que a la mañana siguiente, cuando las campanas de las iglesias de todo Grayville estaban llamando, con una unción adicional, apropiada para el día, el resuelto hijo pequeño del diácono Byram, abriéndose camino por la nieve hacia el lugar de adoración, golpeó su pie contra el cuerpo de Amasa Abersush, el filántropo.

Título original: The Applicant, publicado por primera vez en The Wave, diciembre de 1892, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Richard Schmid, Seasons (Detail), XXI.