lunes, 28 de febrero de 2011

Una jarra de sirope


Esta narración empieza con la muerte de su héroe. Silas Deemer murió el día 16 de julio de 1863, y dos días más tarde sus restos fueron enterrados. Como había sido conocido en persona por cada hombre, mujer y niño bien crecido de la villa, el funeral, como el periódico local fraseó, “fue muy asistido.” De acuerdo a la costumbre del tiempo y el lugar, el ataúd fue abierto junto a la tumba, y la asamblea entera de amigos y vecinos desfiló por delante, echando una última mirada al rostro del muerto. Y entonces, ante los ojos de todos, Silas Deemer fue puesto en la tierra. Algunos de los ojos estaban un poco tenues pero, de manera general, se puede decir que en ese sepelio no hubo falta de observancia ni observación; Silas estaba indudablemente muerto, y ninguno podría haber señalado alguna delincuencia ritual, que lo hubiera justificado en su regreso de la tumba. Aunque, si el testimonio humano es bueno para cualquier cosa (y ciertamente, éste una vez puso fin a la brujería en y por Salem), él regresó.
Yo olvidé declarar, que la muerte y el entierro de Silas Deemer ocurrió en la pequeña villa de Hillbrook, donde había vivido por treintiún años. Él había sido lo que se conoce en algunas partes de la Unión (que es admitida un país libre), como un “comerciante”, es decir, mantenía una tienda minorista para la venta de esas cosas, que se venden comúnmente en las tiendas de ese carácter. Su honestidad nunca había sido cuestionada, tan lejos como se conoce, y era tenido por todos en una alta estima. La única cosa que podría ser urgida en su contra por el más censurador, era una muy cercana atención al negocio. Eso no fue urgido en su contra, aunque muchos otros, que la manifestaron en no mayor grado, fueron juzgados de modo menos indulgente. El negocio del que Silas era devoto era, mayormente, el suyo propio, eso, posiblemente, pudo haber hecho una diferencia.
En el tiempo de la muerte de Deemer nadie podía recordar un solo día, exceptuado los domingos, que no hubiera pasado en su “tienda”, desde que la había abierto más de un cuarto de siglo antes. Su salud habiendo sido perfecta durante todo ese tiempo, él había sido incapaz de discernir alguna validez en cualquier cosa pudiera, o podría haber sido urgida para inducirlo a apartarse de su mostrador; y se relató que una vez, cuando fue citado a la sede del condado, como testigo en un importante caso legal, y no asistió, el abogado que tuvo la temeridad de promover que fuera “amonestado”, fue informado con solemnidad que la Corte consideró la propuesta con “sorpresa”. La sorpresa judicial siendo una emoción, que los abogados comúnmente no ambicionan despertar, la moción fue retirada de forma apurada y un acuerdo con el otro lado efectuado, en cuanto a lo que el sr. Deemer habría dicho si hubiera estado allí, el otro lado llevando su ventaja hasta el extremo, y haciendo el supuesto testimonio claramente perjudicial para los intereses de sus proponentes. En resumen, era un sentimiento general en toda esa región, que Silas Deemer era una verdad inmóvil de Hillbrook, y que su traslación en el espacio, habría precipitado algún lúgubre malestar público o calamidad extrenua.
La sra. Deemer y las dos hijas crecidas ocupaban las habitaciones superiores del edificio, pero Silas nunca se había conocido que durmiera en otro lugar, que en un catre detrás del mostrador de la tienda. Y allí, muy por accidente, fue hallado una noche, muriendo, y falleció justo antes del tiempo de bajar los postigos. Aunque sin habla, parecía consciente, y quienes lo conocían mejor pensaron, que si el final se hubiera demorado de modo infortunado, más allá de la hora usual para abrir la tienda, el efecto en él habría sido deplorable.
Tal había sido Silas Deemer, tal la fijeza y no variedad de su vida y hábito, que el humorista de la villa (que una vez había asistido al colegio) estuvo movido a otorgarle el sobrenombre de “Viejo Ibidem” y, en la primera emisión del periódico local después de la muerte, a explicar sin ofensa que Silas se había tomado “un día libre”. Fue más que un día, pero en el registro aparece que bien a un mes, el sr. Deemer dejó en claro que no tenía tiempo libre para estar muerto.
Uno de los ciudadanos más respetados de Hillbrook era Alvan Creede, un banquero. Vivía en la casa más fina del pueblo, mantenía un carruaje y era el hombre más estimado de forma diversa. Conocía algo de las ventajas de viajar, también había estado en Boston con frecuencia, y una vez, se pensaba, en Nueva York, aunque él rechazó con modestia esa brillante distinción. El asunto se menciona aquí, meramente, como una contribución al entendimiento del valor del sr. Creede, pues de ambas maneras era creditable para él: para su inteligencia si se había puesto, incluso de modo temporal, en contacto con la cultura metropolitana, para su candor si no se había.
Una agradable noche de verano, cerca de la hora de las diez, el sr. Creede, entrando por la puerta de su jardín, pasó por el sendero de gravilla, que parecía muy blanco a la luz de la luna, subió los peldaños de piedra de su fina casa y, haciendo una pausa un momento, insertó su llave en la puerta. Cuando empujó y abrió ésta encontró a su esposa, que estaba cruzando el pasillo desde la sala hacia la biblioteca. Ella lo saludó con agrado y, tirando la puerta más atrás, la tuvo para que entrara. En lugar de eso él se volvió y, mirando alrededor de sus pies frente al umbral, lanzó una exclamación de sorpresa.
-¡Pero!, ¿qué diablos -dijo-, se ha hecho de esa jarra?
-¿Qué jarra, Alvan? -inquirió su esposa, no de forma muy simpática.
-Una jarra de sirope de arce, yo la traje de la tienda, y la puse aquí abajo para abrir la puerta. ¿Qué diablos…
-Oye, oye, Alvan, por favor, no jures de nuevo -dijo la dama, interrumpiendo. Hillbrook, por cierto, no era el único lugar de la cristiandad, donde un vestigial politeísmo prohíbía tomar en vano el nombre del Maligno.
La jarra de sirope de arce que los fáciles modos de la vida villana habían permitido, al ciudadano más avanzado de Hillbrook llevar a su hogar desde la tienda, no estaba allí.
-¿Estás muy seguro, Alvan?
-Mi querida, ¿tú supones que un hombre no sabe cuándo lleva una jarra? Yo compré ese sirope en Deemer cuando estaba pasando por allí. Deemer mismo lo sacó y me prestó la jarra, y yo…
La sentencia permanece hasta este día no terminada. El sr. Creede se tambaleó hacia la casa, entró a la sala y se tumbó en una butaca, con todos los miembros temblando. Había recordado súbitamente que Silas Deemer llevaba tres semanas muerto.
La sra. Creede estaba parada junto a su marido, mirándolo con sorpresa y ansiedad.
-Por la salud del cielo -dijo-, ¿qué te duele?
La dolencia del sr. Creede, no teniendo una obvia relación con los intereses de una tierra mejor, él, al parecer, no consideró necesario exponerla ante esa demanda; no dijo nada, meramente, se quedó mirando. Hubo largos momentos de silencio, rotos nada más que por el mesurado tic-tac del reloj, que parecía un tanto más lento que lo usual, como si estuviera cediéndoles civilmente una extensión de tiempo, en la que recobrar su juicio.
-Jane, me he vuelto loco, eso es. Habló de modo espeso y apurado. -Tú debías haberme dicho, tú debes haber observado mis síntomas, antes de que éstos se hicieran tan pronunciados, que yo mismo los he observado. Yo creí que estaba pasando por la tienda de Deemer, estaba abierta y alumbrada, eso es lo que creí; por supuesto, nunca está abierta ahora. Silas Deemer estaba parado ante su escritorio, detrás del mostrador. Dios mío, Jane, yo lo vi tan claramente como te veo a ti. Al recordar que tú habías dicho, que querías un poco de sirope de arce, entré y compré un poco, eso es todo, le compré dos cuartos de sirope de arce a Silas Deemer, que está muerto y bajo tierra, pero que, no obstante, sacó ese sirope de un tonel y me lo dio en una jarra. Él habló conmigo también, más bien con gravedad, yo recuerdo, incluso más de como era su manera, pero no puedo recordar ahora ni una palabra de lo que dijo. Pero yo lo vi, buen Señor, lo vi y hablé con él, ¡y él está muerto! Yo creí eso, pero estoy loco, Jane, estoy tan demente como una cabra, y tú te has guardado eso sobre mí.
Este monólogo dio tiempo a la mujer para reunir las facultades que tenía.
-Alvan -dijo-, tú no has dado evidencia de insanidad, créeme. Eso fue, indudablemente, una ilusión, ¿cómo podía ser alguna otra cosa? ¡Eso sería demasiado terrible! Pero ahí no hay insanidad, tú estás trabajando muy duro en el banco. No debías haber asistido a la reunión de directores esta noche, cualquiera podía ver que estabas con malestar, yo sabía que algo podía ocurrir.
Pudo haberle parecido a él que la profecía se había tardado un poco, aguardando el suceso, pero no dijo nada de eso, estando preocupado con su propia condición. Estaba calmado ahora, y podía pensar de forma coherente.
-Sin dudas, el fenómeno fue subjetivo -dijo, con una transición un tanto ridícula al slang de la ciencia-. Concediendo la posibilidad de la aparición espiritual, e incluso materialización, aún la aparición y materialización de una jarra de barro marrón, de medio galón, una pieza de cerámica tosca y pesada que evolucione desde la nada: eso es apenas pensable.
Cuando terminó de hablar, una niña entró corriendo a la habitación, su hija pequeña. Estaba vestida con una bata de cama. Apurándose hacia su padre, le tiró los brazos al cuello, diciendo: -Tú, papá malo, te olvidaste de entrar a besarme. Nosotras te oímos abrir el portón, nos levantamos y miramos afuera. Y, papá querido, Eddy dice, ¿si no puede tener la jarra pequeña cuando esté vacía?
Cuando toda la importancia de esa revelación se impartió al entendimiento de Alvan Creede, éste se estremeció visiblemente. Pues la niña no podía haber oído una palabra de la conversación.
La propiedad de Silas Deemer estando en manos de un administrador, que había pensado era mejor disponer del “negocio”, la tienda había estado cerrada siempre desde la muerte del dueño, los bienes habían sido removidos por otro “comerciante”, que los había adquirido enbloc. Las habitaciones de arriba estaban vacantes asimismo, pues la viuda y las hijas se habían ido a otro pueblo.
En la noche inmediata después de la aventura de Alvan Creede (que de algún modo había “salido”) una multitud de hombres, mujeres y niños atestaba la acera opuesta a la tienda. Que el lugar estaba embrujado por el espíritu del finado Silas Deemer, era ahora bien conocido de cada residente de Hillbrook, aunque muchos afectaban descreencia. De éstos los más duros, y de manera general los más jóvenes, tiraban piedras contra el frente del edificio, la única parte accesible, pero no acertando con cuidado a las ventanas sin postigos. La incredulidad no había crecido hasta la malicia. Unas pocas almas aventuradas cruzaron la calle y sacudieron la puerta en su marco, rayaron cerillos y los tuvieron cerca de la ventana, intentaron ver el negro interior. Algunos de los espectadores llamaban la atención a su ingenio, gritando, gruñendo y retando al fantasma a una carrera.
Después que un tiempo considerable había pasado sin alguna manifestación, y muchos de la multitud se habían ido, todos los que quedaban empezaron a observar, que el interior de la tienda estaba bañado de una tenue luz amarilla. En eso todas las manifestaciones cesaron, las almas intrépidas alrededor de la puerta y las ventanas, fueron atrás, al lado opuesto de la calle, y se fundieron con la multitud, los niños pequeños dejaron de tirar piedras. Nadie hablaba por encima de su aliento, todos susurraban excitados y señalaban a la ahora estable luz creciente. ¿Cuánto tiempo había pasado, desde que el primer débil resplandor había sido observado?, ninguno podría haberlo adivinado, pero eventualmente la iluminación era lo suficiente brillante, para revelar todo el interior de la tienda, ¡y allí, parado ante su escritorio detrás del mostrador, Silas Deemer era claramente visible!
El efecto sobre la multitud fue maravilloso. Ésta se empezó a dispersar con rapidez por ambos flancos, mientras los tímidos dejaban el lugar. Muchos corrieron tan rápido como sus piernas les dejaron, otros se movieron con gran dignidad, volviéndose ocasionalmente para mirar atrás por encima del hombro. Por último una veintena o más, en su mayoría hombres, se quedaron donde estaban, sin habla, mirando, excitados. La aparición interior no les prestaba atención, estaba ocupada al parecer con un libro de cuentas.
De repente, tres hombres dejaron la multitud de la acera, como por un impulso común, y cruzaron la calle. Uno de éstos, un hombre pesado, estaba a punto de poner su hombro contra la puerta, cuando ésta se abrió, al parecer sin una agencia humana, y los corajudos investigadores pasaron adentro. Apenas habían cruzado el umbral, cuando fueron vistos por los observadores atemorizados de afuera, actuando de la manera más inexplicable. Ellos lanzaban sus manos delante de ellos, perseguían cursos desviados, entraban en violenta colisión con el contador, con las cajas y los barriles en el suelo, y el uno con el otro. Se volteaban con torpeza de acá para allá, y parecían tratar de escapar, pero eran incapaces de rastrear sus pasos. Sus voces se oían en exclamaciones y maldiciones. Pero de ninguna manera la aparición de Silas Deemer manifestó un interés en lo que estaba pasando.
Por qué impulso la multitud fue movida, ninguno lo recordó nunca, pero la masa entera -los hombres, las mujeres, los niños, los perros- fue en una avalancha simultánea y tumultuosa por la entrada. Éstos congestionaron la puerta, empujando por una precedencia, resolviéndose finalmente en una fila y moviéndose paso a paso. Por alguna sutil alquimia espiritual o física, la observación se había transmutado en acción, los visitantes se habían vuelto participantes del espectáculo, la audiencia había usurpado el escenario.
Para el único espectador que quedaba al otro lado de la calle, Alvan Creede, el banquero, el interior de la tienda con su multitud invasora continuó bajo total iluminación, todas las cosas extrañas que sucedían allí eran claramente visibles. Para los de adentro todo era una negra oscuridad. Era como si cada persona, al ser lanzada adentro por la puerta, hubiera sido golpeada por la ceguera y estuviera enloquecida por la desgracia. Andaban a tientas con una imprecisión despistada, trataban de forzar su camino contra la corriente, empujaban y codeaban, golpeaban al azar, se caían y eran pisoteados, se levantaban y pisoteaban en su turno. Se agarraban el uno al otro por los vestidos, el cabello, la barba, peleaban como animales, maldecían, gritaban, se llamaban el uno al otro con nombres oprobiosos y obscenos. Cuando, finalmente, Alvan Creede había visto a la última persona de la fila, pasar a ese tumulto de espanto, la luz que lo había iluminado súbitamente se apagó, y todo fue tan negro para él como para los de adentro. Se volvió atrás y dejó el lugar.
En la mañana temprana una multitud curiosa se había reunido alrededor de Deemer’s. Estaba compuesta en parte de esos, que habían corrido la noche anterior, pero que ahora tenían el coraje de la luz solar, en parte de tipos honestos que iban a su faena diaria. La puerta de la tienda seguía abierta, el lugar estaba vacante, pero en las paredes, el suelo y los muebles había jirones de ropa y enredos de cabello. El Hillbrook militante se las había arreglado, de algún modo, para salirse y se había ido a su hogar, para medicar sus heridas y jurar que había estado toda la noche en la cama. Sobre el escritorio polvoriento, detrás del mostrador, estaba el libro de cuentas. Las entradas en éste, con letra manual de Deemer, habían cesado el día 16 de julio, el último de su vida. No había registro de una venta posterior a Alvan Creede.
Esta es la historia entera, excepto que las pasiones de los hombres habiéndose calmado, y la razón habiendo retomado su inmemorial dominio, se confesó en Hillbrook que, considerando el carácter inofensivo y honorable de su primera transacción comercial bajo las nuevas condiciones, Silas Deemer, el difunto, podría haber sufrido de forma apropiada para retomar el negocio en el viejo puesto sin tumulto. Con ese juicio el historiador local, de cuyo trabajo no publicado estos hechos son compilados, tuvo la previsión de expresar su concurrencia.

Título original: A Jug of Sirup, publicado por primera vez en The San Francisco Examiner, diciembre de 1893, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: James Guthrie, A Highland Funeral, 1882.