sábado, 17 de diciembre de 2011

El servicio civil en la Florida


El coronel Bulper estaba de un humor dormitante. La mayoría de la gente no lo está: ésta trabaja todo el día y duerme toda la noche, siempre está en una u otra condición de no descanso, y nunca dormita. Tales personas, el coronel solía observar, son aptas sólo para el deber de la guardia; son buenas para vigilar nuestra propiedad, mientras nosotros tomamos nuestro descanso, y éstas toman la propiedad. Pero este cuento no es de ellas, es del coronel Bulper.
Había un tipo llamado Halsey, un bromista pesado, y uno de los más desagradables de su clase. Él se quedaba ampliamente despierto por un año a la vez, con no otro propósito que el de violarle a otra gente su descanso natural. Y yo debo admitir que, del naufragio de sus facultades en la roca del insomnio, él había rescatado de algún modo un ingenio maravilloso y una fertilidad de expediente. Pero este cuento no es tanto de él, como del coronel Bulper.
En el tiempo del que escribo, el coronel era recaudador de aduana en un pueblo marítimo-portuario de la Florida, en Estados Unidos. El clima allí es un verano perpetuo, nunca llueve, ni nada; y no había una buena razón, por la que el coronel no debiera haberlo disfrutado hasta el tope de su inclinación, ya que había suficiente para todos. En el punto del hecho, la recaudación se le había dado solamente, para que él pudiera reparar su vitalidad gastada, con una corta estación de reposo inviolado; pues durante la campaña presidencial que precedió inmediato a su nombramiento, él había sido mantenido despierto largo tiempo por medio del té fuerte, en orden de entregar un capaz y exhaustivo argumento político preparado por el candidato, quien era últimamente exitoso a despecho de éste. Halsey, quien había favorecido al otro aspirante, era un comerciante y no tenía nada que hacer en el mundo, salvo molestar al recaudador. Si el último pudiera haberse mantenido lejos de él, la dignidad de la oficina podría haber sido preservada, y el objeto del nombramiento incumbente a ésta logrado; y escurrirse a donde fuera él podía -al corazón de un pantano lúgubre, o a algún lugar de los Everglades-, pero algún indio vagabundo o negro casual iba seguro a tropezar con él antes de largo tiempo, y ve y dile a Halsey, asegurando una porción de tabaco por recompensa. O si él no era encontrado de esa manera, alguna compañía estaba lo tolerable segura, en el curso del tiempo, de sondear una línea de ferrocarril a través de su lecho de hojas y, poniendo su tronco postrado a un costado de la vía, enviar una palabra a su perseguidor; quien, tan pronto como la línea estuviera casi tan completa como nunca lo estaría, vendría abajo montado a caballo con algún dispositivo diabólico para despertar al dormitante. Yo voy a confesar que hay una sutil apariencia de improbabilidad en todo esto, pero en la tierra donde Ponce de León buscó la fuente de la juventud hay un aire de irrealidad en todo. Sólo puedo decir que he tenido la historia junto a mí largo tiempo, y me parece justo tan verídica como lo fue en el día que la escribí.
A veces el coronel buscaba la ladera de una colina con una exposición sureña, pero tan pronto componía sus miembros para dormitar un poco, Halsey se ponía a hacer indagaciones para él, bajo la pretensión de que el barco estaba en route desde Liverpool, y la firma del recaudador podía ser requerida para sus papeles de anclaje. Habiéndolo rastreado -lo que, debido a la entrometida traición de los venales nativos, él siempre era capaz de hacer-, Halsey se ponía en marcha a Texas por una semilla de tuna espinosa, que plantaba exactamente debajo del cuerpo del dormitante. ¡Eso él lo llamaba un triunfo de la ingeniería moderna! Tan pronto como el joven vegetal había empujado sus espinas por encima del suelo, por supuesto, el coronel tenía que levantarse y buscar otro sitio, y eso casi siempre lo despertaba.
En una ocasión el coronel existió cinco días consecutivos sin dormitar -viajando todo el día y durmiendo en los yerbajos de noche-, para encontrar un risco casi inaccesible, en la cima del cual esperaba estar no disturbado, hasta que la acción del rocío debiera desgastar la roca en todo alrededor de su cuerpo, cuando él esperara y estuviera deseoso de rodar y despertar. Pero incluso allí Halsey lo encontró, y puso huevos de águila en sus bolsillos sureños para empollar éstos. Cuando las jóvenes aves estuvieron bien crecidas, picaron tan agudamente las piernas del coronel, que él tuvo que levantarse y retorcerle los pescuezos. La malevolencia de la gente que desdeña el dormitar parece ser prácticamente ilimitada.
Por último el coronel se resolvió a la venganza y, habiendo soñado con un plan factible, procedió a ponerlo en ejecución. Él tenía en el almacén alguna pólvora del gobierno y, haciendo que un barrilito de ésta fuera conducido a su oficina privada, le desencajó la tapa. Seguido pergeñó una nota para Halsey, pidiéndole que viniera abajo a la oficina “para un negocio importante”, agregando en un postscriptum: “Como yo estoy sujeto a ser llamado afuera, por unos pocos momentos en cualquier tiempo, en caso de que usted no me encuentre, por favor, siéntese y diviértase con el periódico hasta que yo regrese.” Él sabía que Halsey estaba en su contaduría, y vendría ciertamente sólo para conocer, qué significado le otorgaba un oficial de gobierno a la palabra “negocio”. Entonces el coronel se procuró una vela corta y la situó en la pólvora. Su plan era prender la vela, despachar al portero con el mensaje y lanzarse a casa. Habiendo completado sus preparativos, se recostó en su butaca cómoda y sonrió. Sonrió largo tiempo e incluso alcanzó una risita. Por primera vez en su vida, tuvo la serena sensación de felicidad de estar, en particular, ampliamente despierto. Entonces, sin moverse de la butaca, encendió el cirio y sacó la mano hacia el cordón de la campanilla, para convocar al portero. En esa etapa de su venganza el coronel cayó en un dormitar tranquilo y reparador.

Título original: The Civil Service In Florida, publicado por primera vez en Cobwebs from an Empty Skull, 1874, con el seudónimo: "Dod Grile".
Imagen: Mort Kunstler, The New General Winfield Hancock, XXI.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Corrompiendo a la prensa


Cuando Joel Bird fue subido para gobernador de Missouri, Sam Henly estaba editando el Bugle de Berrywood, y tan pronto fue hecha la nominación por la Convención estatal, él salió en caliente en contra del partido. Era un escritor capaz, era Sam, ¡y las mentiras que inventó sobre nuestro candidato eran chocantes! Eso, sin embargo, nosotros lo soportamos muy bien, pero de repente Sam se puso escuadra sobre eso, y empezó a decir la verdad. Eso era un poco demasiado, el Comité del condado tuvo una reunión apurada, y decidió que debía ser parado, así que yo, Henry Barber, fui enviado para hacer arreglos a ese fin. Yo sabía algo de Sam: lo había adquirido varias veces, y estimaba su valor presente en cerca de mil dólares. Eso le pareció al comité un número razonable, y en mi mencionar de éste a Sam, él dijo que “pensaba eso estaba cerca de la cosa justa, nunca se debía decir que el Bugle era un periódico duro con que lidiar.” Hubo, sin embargo, alguna demora en recaudar el dinero, los candidatos para las oficinas locales no habían dispuesto aún de sus cerdos otoñales, y estaban en apuros financieros. Algunos de ellos contribuyeron con un puerco cada cual, uno dio veinte fanegas de maíz, otro una bandada de gallinas, y el hombre que aspiraba a la distinción de Juez del condado, pagó su tasación con una carreta. Esas cosas tuvieron que ser convertidas en efectivo con un sacrificio ruinoso, y mientras tanto Sam seguía lanzando un incesante torrente de disparos calientes a nuestro campo político. Nada que yo pudiera decir le hubiera hecho parar la mano, él replicaba de forma invariable que no había trato hasta que tuviera el dinero. Los hombres del comité estaban furiosos, se requirió toda mi elocuencia para prevenir que ellos declararan el contrato nulo e inválido; pero por último un billete de mil dólares nuevo, limpio me fue pasado, cual con prisa transferí en caliente a Sam en su residencia.
Esa tarde hubo una reunión del comité: todos parecían de espíritu elevado de nuevo, excepto Hooker de Jayhawk. Ese viejo miserable se sentó atrás y sacudió la cabeza durante la sesión entera, y justo antes del aplazamiento dijo, mientras tomaba su sombrero para irse, que acaso estaba correcto y escuadra, quizás no hubiera ningún chanchullo, pero él estaba algo dudoso, sí, él estaba algo dudoso. El viejo cascarrabias repitió eso, hasta que yo me exasperé más allá de la restricción.
-Sr. Hooker -dije-, yo he conocido a Sam Henly incluso, desde que él estaba tan alto, y no hay un hombre más honesto en el viejo Missouri. ¡La palabra de Sam Henly es tan buena como su billete! Lo que es más, si algún caballero piensa que él disfrutaría un funeral de primera clase, y si él va a suministrar los accesorios de luto, yo voy a suministrar el cadáver. Y se lo puede llevar a casa consigo desde esta reunión.
En este punto el sr. Hooker estaba turbado con la partida.
Habiendo sacado ese negocio de mi conciencia, dormí hasta tarde el día siguiente. Cuando caminé hacia la calle vi de golpe que algo se había “armado”. Había grupos de personas reunidas en las esquinas, algunas leyendo ansiosas esa emisión matinal del Bugle, algunas gesticulando, y otras rondando mal humoradas alrededor y murmurando maldiciones, no alto pero profundo. Súbitamente, oí un clamor excitado, un rugido confuso de muchos pulmones y el pisotear de innumerables pies. En esa babel de ruidos pude distinguir las palabras “¡Mátenlo!”, "¡Caliéntenle el pellejo!” y demás, y mirando calle arriba, vi lo que parecía ser toda la población masculina corriendo abajo por ésta. Yo soy muy excitable y, aunque no sabía el pellejo de quién iba a ser calentado, ni por qué alguien iba a ser asesinado, salí disparado enfrente de las masas ululantes, gritando “¡Mátenlo!” y "¡Caliéntenle el pellejo!”, tan alto como lo más alto, buscando todo el tiempo a la víctima. Volamos calle abajo como una tormenta, luego doblé por una esquina, pensando que el canalla debía haber ido arriba por esa calle, luego pasé como un rayo a través de una plaza pública, sobre un puente, bajo un arco; finalmente, volví a la calle principal aullando como una pantera, y resuelto a masacrar al primer ser humano que pudiera alcanzar. La multitud seguía mi pista, doblando cuando yo doblaba, chillando cuando yo chillaba, y todo de una vez, me vino a la mente que ¡yo era el hombre cuyo pellejo iba a ser calentado!
No es necesario extenderse sobre la sensación que ese descubrimiento me dio; felizmente, yo estaba a unas pocas yardas de las habitaciones del comité, y hacia éstas me abalancé, cerrando y echando el cerrojo a las puertas detrás de mí, y subiendo por la escalera como un relámpago. El comité estaba en sesión solemne, sentado en una hilera bonita, pareja en los bancos del frente, cada hombre con los codos en las rodillas, y la barbilla descansando en las palmas de las manos, pensando. A los pies de cada hombre yacía una descuidada copia del Bugle. Cada miembro fijó sus ojos en mí, pero ni uno se removió, ninguno emitió un sonido. Había algo horrendo en ese silencio preternatural, que se hacía más impresionante por el ronco murmullo de la multitud afuera, que echaba la puerta abajo. Yo no podía soportar más, pero caminé a zancadas adelante, y agarré el periódico yaciente a los pies del presidente. En la cabecera de las columnas editoriales, en letras de media pulgada de largo, estaban los siguientes, asombrosos titulares:
¡Cobarde ultraje! ¡Corrupción rampante en nuestro medio! ¡Los vampiros se frustraron! ¡Henry Barber en su viejo juego! ¡La rata roe un archivo! ¡Las hordas democráticas intentan cabalgar con herraje rudo por encima del pueblo libre! ¡Bajo esfuerzo por sobornar al editor de este periódico con un billete de veinte dólares! El dinero entregado al asilo de huérfanos.
Yo no leí más, pero me quedé inmóvil por completo en el centro del piso, y caí en un ensueño. ¡Veinte dólares! De algún modo parecía una mera fruslería. ¡Novecientos ochenta dólares! Yo no sabía que había tanto dinero en el mundo. Veinte no, ¡ochenta, mil dólares! Había figuras grandes, negras flotando por todo el piso. Cataratas incesantes de éstas manaban abajo por las paredes, se detenían y se apocaban cuando yo las miraba, y empezaban a andar por ésta de nuevo cuando bajaba mis ojos. Ocasionalmente, las figuras 20 tomaban forma en algún lugar por el piso, y luego las figuras 980 se deslizaban y las recubrían. Luego, como las vacas flacas del sueño del Faraón, todas se marcharon y devoraron los ceros gordos del número 1, 000. Y bailando como mosquitos en el aire, había miríadas de fantasmas pequeños, como caduceos, así: $$$$$. Yo no podía entender del todo, pero empezaba a comprender mi posición. Directamente el viejo Hooker, sin moverse de su asiento, empezó a ahogar el ruido de los incontables pies en la escalera, elevando su delgado falsetto:
-Acaso, sr. Presidente, todo esté escuadra. Nosotros sabemos que el sr. Henly no puede decir una mentira; pero yo estoy profundamente dudoso de que hubiera un balance debido, a este su comité, del caballero que tiene el piso, si él no lo hubiera puesto a usted para los accesorios de luto, para el funeral de primera clase.
Yo me sentí en ese momento, como si me hubiera gustado interpretar el carácter principal en el funeral de primera clase de mí mismo. Sentí que cada hombre en mi posición debería tener un ataúd bonito, confortable, con una puerta-placa de plata, un calentador de pie y unas ventanas voladizas para las orejas. ¿Cómo usted supone que usted se hubiera sentido?
Mi salto desde la ventana de esa habitación del comité, mi velocidad al rayarla por la foresta adyacente, mi abnegación siempre después en resistir al impulso de retornar a Berrywood, y mirar por mis intereses políticos y materiales allí, yo siempre he considerado eso cosas de las que estar en justicia orgulloso, y espero estoy orgulloso de ellas.

Título original: Corrupting the Press, publicado por primera vez en Fun, enero de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Chris Owen, Lots of Leather, XXI.

martes, 30 de agosto de 2011

Feodora


Madame Yonsmit era una mujer gentil decaída, que llevaba su descomposición en una modesta cabaña al borde del camino, en Turingia. Era una muestra excelente de la viuda turingia, una especie no extinta aún, pero que trataba mucho de volverse eso. Lo mismo podía ser dicho de todo el género. Madame Yonsmit era bastante joven, muy garbosa, cultivada, graciosa y agradable. Su hogar era un nido de virtudes domésticas, aunque tenía una hija que reflejaba, pero acreditaba poco en el nido. Feodora era en efecto un “huevo podrido”, un huevo muy malvado e ingrato. Usted podía ver que lo era por su rostro. La muchacha tenía el semblante más vicioso, ¡era repulsivo! Era un rostro en el que la audacia luchaba por la supremacía con la astucia, y ambas estaban revueltas en la sujeción por la avaricia. Era esa última virtud de Feodora, la que impedía a su madre tener un ingreso gravable.
El negocio de Feodora era mendigar en la carretera. Le encogía el corazón a la mujer gentil, honesta y amable tener a su hija haciendo eso, pero habiendo sido la arpía criada en el lujo, consideraba que laborar era degradante -que lo es-, y no había mucho que robar en esa parte de Turingia. La mendicidad de Feodora hubiera provisto un fondo amplio para el soporte de ambas, pero infelizmente la ingrata apenas, jamás traía al hogar más de dos o tres chelines a la vez. Dios sabía qué hacía con el resto.
En vano la buena mujer señalaba el pecado de la codicia, en vano se paraba en la puerta de la cabaña a esperar el retorno de la niña, y empezaba a argumentar el punto con ella en el momento que se ponía a la vista: los ingresos disminuían a diario, hasta que el promedio fue menos de diez peniques, una suma con la que ninguna mujer gentil nacida se hubiera dignado a existir. Así se convirtió en un asunto de cierta importancia saber dónde Feodora mantenía su cuenta bancaria. Madame Yonsmit pensó al principio que la seguiría y lo vería, pero aunque la buena dama estaba tan vigorosa y animada como siempre, llevando una muleta más para el ornamento que para el uso, abandonó ese plan, porque no parecía adecuado a la dignidad de una mujer gentil decaída. Ella empleó a un detective.
Los particulares anteriores yo los tengo de madame Yonsmit misma, por los ulteriores de inmediato estoy endeudado con el detective, un hábil oficial llamado Bowstr.
Tan pronto como la escuálida vieja arpía le comunicó sus sospechas, el oficial supo exactamente qué hacer. Primero distribuyó volantes por toda la comarca, indicando que a cierta persona, sospechosa de ocultar dinero, era mejor mirarla con agudeza. Entonces fue a ver al secretario del interior, y por no buscar subestimar las dificultades reales del caso, indujo a ese funcionario a ofrecer una recompensa de mil libras por el arresto del malhechor. Seguido procedió a una ciudad distante y tomó en custodia a un clérigo, que se semejaba a Feodora respecto a los zapatos gastados. Después de estos preliminares formales, tomó el caso con algún celo. No había actuado en absoluto por el deseo de obtener la recompensa, sino por puro amor a la justicia. La idea de asegurar la reserva privada de la muchacha para sí mismo, nunca le entró en la cabeza por un momento.
Empezó a hacer visitas frecuentes a la cabaña de la viuda, cuando Feodora estaba en casa, cuando, con una conversación aparentemente descuidada, él se esforzaba por arrastrarla afuera, pero era frustrado comúnmente por la vieja bestia de su madre quien, cuando las respuestas de la muchacha no le venían, le pegaba sin misericordia. Así que agarró por juntarse con Feodora en la carretera, y darle sus cobres cuidadosamente marcados. Por meses mantuvo eso con un auto-sacrificio maravilloso, siendo la muchacha un mero ángel no interesante. Él se juntaba con ella a diario en los caminos y la foresta. Su paciencia nunca se agotaba, su vigilancia nunca flaqueaba. Las miradas más descuidadas de ella eran notadas de forma concienzuda, sus palabras más ligeras atesoradas en su memoria. Mientras tanto (el clérigo habiendo sido injustamente absuelto), arrestó a todo al que podía echarle mano. Los asuntos fueron por ese camino, hasta que fue tiempo para la gran copa.
Los siguientes particulares yo los tengo de los labios de Feodora misma.
Cuando ese horrendo Bowstr fue por primera vez a la casa, Feodora pensó que era algo impudente, pero le dijo poco sobre eso a su madre, no deseando tener la espalda quebrada. Ella meramente lo evitaba tanto como se atrevía, él era espantosamente feo. Pero se las arreglaba para soportarlo, hasta que él agarró por acecharla en la carretera, rondando alrededor de ella todo el día, interfiriendo con los clientes y caminando a su hogar con ella por la noche. Entonces su desagrado se profundizó en un disgusto, y salvo por unas aprensiones no desconectadas por completo de cierta muleta, ella lo habría mandado con su negocio en orden breve. Más de mil millones de veces le dijo que se fuera y la dejara sola, pero los hombres eran tan tontos, en particular éste.
Lo que hacía a Bowstr excepcionalmente desagradable, era su hábito sin vergüenza de hacer burlas de la madre de Feodora, a quien declaraba loca como una cabra. Pero la doncella aguantaba todo tan bien como podía, hasta que un día la cosa asquerosa le puso el brazo alrededor de la cintura, y la besó en la propia cara de ella; entonces se sintió... bueno, no está claro cómo se sintió, pero de una cosa estaba bastante segura: después de la vergüenza que ese bruto insolente le había hecho pasar, ella nunca volvería bajo el techo de su querida madre, nunca. Era demasiado orgullosa para eso, en cualquier caso. Así que se escapó con el sr. Bowstr y se casó con él.
La conclusión de esta historia yo la extraje por mí mismo.
Al oír sobre la deserción de su hija, madame Yonsmit se quedó totalmente aturdida. Ella juró que podía aguantar la traición, podía soportar lo decaído, podía resistir ser una viuda, no quejarse de ser dejada sola a su vieja edad (cuando quiera debiera volverse vieja), y que se podía someter de modo paciente a lo más aguzado, que a las gracias de una serpiente por tener una niña sin dientes en general. ¡Pero ser una suegra! No, no, ese era un plano de degradación al que ella, positivamente, no iba a descender. Así que me empleó para que le cortara la garganta. Fue la garganta más dura que jamás he cortado en toda mi vida.

Título original: Feodora, publicado por primera vez en Cobwebs from an Empty Skull, 1874, con el seudónimo: "Dod Grile".
Imagen: Gypsy Woman painting, XX.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Una de gemelos


Una carta hallada entre los papeles del finado Mortimer Barr

Usted me pregunta si, en mi experiencia como uno de una pareja de gemelos, yo observé jamás algo inexplicable por las leyes naturales, con las que hemos percibido. En cuanto a eso va a juzgar, acaso no hemos percibido todo con las mismas leyes naturales. Usted puede conocer algunas que yo no conozco, y lo que es inexplicable para mí puede ser muy claro para usted.
Usted conocía a mi hermano John, o sea, lo conocía cuando sabía que yo no estaba presente, pero ni usted ni, creo, ningún ser humano podía distinguir entre él y yo, si nosotros elegíamos parecer igual. Nuestros padres no podían, la nuestra es la única instancia de la que tengo algún conocimiento, de una semejanza tan cercana como esa. Yo hablo de mi hermano John, pero no estoy del todo seguro, de que su nombre no fuera Henry y el mío John. Nosotros fuimos bautizados de forma regular, pero después, en el mismo acto de tatuarnos unas marcas menudas que nos distinguían, el operador perdió la cuenta; y aunque yo llevo en mi antebrazo una “H” menuda y él lleva una “J”, no es de ningún modo cierto que las letras no deban haber sido transpuestas. Durante nuestra infancia nuestros padres nos trataban de distinguir, más obviamente, por nuestra ropa y otros simples dispositivos, pero nosotros nos cambiábamos los trajes con tal frecuencia, y eludíamos al enemigo de tal forma, que ellos abandonaron todos esos intentos ineficaces, y durante todos los años que vivimos juntos en el hogar, todo el mundo reconocía la dificultad de la situación, y hacían lo mejor al llamarnos a ambos “Jehnry”. Yo me he asombrado a menudo de la temperancia de mi padre, al no marcarnos de modo conspicuo en nuestras frentes indignas, pero como éramos tolerables buenos muchachos, y usábamos nuestro poder de embarazo y fastidio con comendable moderación, escapamos al hierro. Mi padre era, de hecho, un hombre de singular buena naturaleza, y yo pienso que disfrutaba tranquilo la broma pesada de la naturaleza.
Pronto después de haber llegado a California, y asentado en San José (donde la única buena fortuna que nos esperaba, era nuestro encuentro con tal suerte de amigo como usted), la familia, como sabe, fue quebrada por la muerte de ambos padres míos en la misma semana. Mi padre murió insolvente y la hacienda fue sacrificada para pagar sus deudas. Mis hermanas retornaron a los parientes en el Este, pero debido a vuestra amabilidad John y yo, entonces con veintidós años de edad, obtuvimos empleo en San Francisco, en diferentes barrios de la ciudad. Las circunstancias no nos permitían vivir juntos, y nos veíamos el uno al otro de forma infrecuente, a veces no más a menudo que una vez a la semana. Como teníamos pocos conocidos en común, el hecho de nuestro extraordinario parecido era poco sabido. Yo llego ahora al asunto de su pesquisa.
Un día poco después de haber llegado a esta ciudad, yo estaba caminando por la calle Market a la caída de la tarde, cuando fui abordado por un hombre bien vestido de mediana edad, quien después de saludarme cordialmente dijo: -Stevens, yo sé, por supuesto, que no sale mucho, pero le he dicho a mi esposa sobre usted, y ella se va a alegrar de verlo en la casa. Yo tengo la noción también, de que mis muchachas son dignas de ser conocidas. Supongamos, que usted viene mañana a las seis y cena con nosotros, en famille; y luego, si las damas no lo pueden divertir después, yo me quedaré con unos pocos juegos de billar.
Esto fue dicho con una sonrisa tan brillante y una manera tan atractiva, que yo no tuve corazón para negarme, y aunque nunca había visto al hombre en mi vida, le repliqué con prontitud: -Usted es muy bueno, señor, y me dará un gran placer aceptar la invitación. Por favor, presente mis cumplidos a la sra. Margovan, y pídale que me espere.
Con un apretón de mano y una agradable palabra de despedida, el hombre pasó de largo. Que me había tomado por mi hermano era lo suficiente llano. Ese era un error al que yo estaba acostumbrado, y que no era mi hábito rectificar, a menos que el asunto pareciera importante. ¿Pero cómo yo había sabido que el nombre de ese hombre era Margovan? Ciertamente, no era un nombre que uno aplicaría a un hombre al azar, con una probabilidad de que eso sería correcto. En el punto del hecho, el nombre era tan extraño para mí como el hombre.
A la mañana siguiente me apuré a donde mi hermano estaba empleado, y lo encontré saliendo de la oficina con un número de cuentas que iba a cobrar. Le dije cómo lo había “comprometido”, y agregué que si a él no le importaba mantener el compromiso, yo estaría encantado de continuar la personificación.
-Eso es raro -dijo pensativo-. Margovan es el único hombre aquí en la oficina, a quien yo conozco bien y me agrada. Cuando él llegó esta mañana, y habíamos pasado por los saludos usuales, algún impulso singular me provocó a decir: "Oh, le pido perdón, señor Margovan, pero me descuidé de pedirle su dirección." Yo tengo la dirección, pero qué iba a hacer con ésta bajo el sol, hasta ahora no lo sé. Es bueno de tu parte que te ofrezcas a aceptar la consecuencia de tu impudencia, pero yo mismo me voy a comer esa cena, si te place.
Él se comió un número de cenas en el mismo lugar; más de las que eran buenas para él, yo puedo agregar sin despreciar su calidad, pues se enamoró de la sta. Margovan, le propuso matrimonio y fue aceptado sin corazón.
Varias semanas después de yo haber sido informado del compromiso, pero antes de haber sido conveniente para mí ir a conocer a la joven y su familia, encontré un día en la calle Kearney a un hombre buen mozo, pero de aspecto un tanto disipado, a quien algo me provocó a seguir y vigilar, lo que hice sin algún escrúpulo cualquiera. Éste volteó por la calle Geary y la siguió hasta que llegó a la plaza Union. Allí miró su reloj, luego entró a la plaza. Merodeó por los senderos algún tiempo, evidentemente, esperando a alguien. De repente, se le unió una bella mujer joven y vestida a la moda, y los dos se alejaron caminando hacia la calle Stockton, yo siguiendo. Ahora sentía la necesidad de una cautela extrema, pues aunque la muchacha era una extraña, me pareció que me había reconocido de un vistazo. Dieron varias vueltas de una calle a otra y, finalmente, después que ambos habían echado una mirada apurada a todo alrededor, -que yo apenas evadí al pasar a un portal-, entraron a una casa, de la que no me importa declarar la locación. Su locación era mejor que su carácter.
Yo protesto que mi acción de jugar al espía con esos dos extraños, fue sin un motivo asignable. Fue una de la que podría o no podría tener vergüenza, de acuerdo con mi estimado del carácter de la persona que la averigue. Como una parte esencial de la narración educida por su pregunta, es relatada aquí sin vacilación o vergüenza.
Una semana más tarde John me llevó a la casa de su presunto suegro, y de la sta. Margovan, como usted ya ha supuesto pero, para mi profundo asombro, yo reconocí a la heroína de la aventura deshonrosa. Una gloriosa bella heroína de una aventura deshonrosa, debo admitir en justicia que era ella, pero ese hecho tiene sólo esta importancia: su belleza fue tal sorpresa para mí, que ésta arrojaba una duda sobre su identidad, con la mujer joven que yo había visto antes; ¿cómo podría la fascinación maravillosa de su rostro, haber dejado de golpearme en ese momento? Pero no, ahí no había posibilidad de error, la diferencia se debía al traje, la luz y el entorno general.
John y yo pasamos la tarde en la casa, soportando, con la fortaleza de la larga experiencia, las burlas lo suficiente delicadas que nuestro parecido, naturalmente, sugería. Cuando la joven dama y yo fuimos dejados solos por unos pocos minutos, yo la miré al rostro en escuadra y dije con súbita gravedad:
-Usted también, señorita Margovan, tiene una doble: yo la vi por la tarde el martes pasado, en la plaza Union.
Ella apuntó sus grandes ojos grises hacia mí por un momento, pero su vistazo fue un ápice menos estable que el propio mío, y lo retiró, fijando éste en la punta de su zapato.
-¿Era ella muy parecida a mí? -preguntó, con una indiferencia que yo pensé un poco exagerada.
-Tan parecida -dije-, que yo la admiré bastante, y no estando deseoso de perderla de vista, le confieso que la seguí hasta allí; señorita Margovan, ¿usted está segura de que entiende?
Ella ahora estaba pálida, pero calmada por entero. Levantó sus ojos hacia los míos de nuevo, con una mirada que no titubeó.
-¿Qué usted desea que yo haga? -preguntó-. Usted no necesita temer nombrar sus términos. Yo los acepto.
Era llano, incluso en el breve tiempo dado a mí para la reflexión, que al tratar con esta muchacha los métodos ordinarios no la harían, y las exacciones ordinarias no eran necesarias.
-Señorita Margovan -dije, sin dudas con algo en mi voz de la compasión que tenía en el corazón-, es imposible no pensar que usted, es la víctima de alguna compulsión horrible. En lugar de imponerle nuevos embarazos, yo preferiría ayudarla a recobrar su libertad.
Ella sacudió la cabeza con tristeza y sin esperanza, y yo continué con agitación:
-Su belleza me enerva. Yo estoy desarmado por su franqueza y angustia. Si usted es libre de actuar a conciencia hará, creo, lo que conciba sea lo mejor; si no lo es, bueno, ¡que el cielo nos ayude a todos! Usted no tiene nada que temer de mí, salvo esa oposición a este matrimonio, que yo pueda tratar de justificar en... en otros terrenos.
Esas no fueron mis palabras exactas, pero ese era el sentido de éstas, tan cerca como mis súbitas emociones en conflicto me permitían expresarlo. Me levanté y la dejé sin otra mirada a ella, me encontré con los otros mientras re-entraban a la habitación, y dije tan calmado como podía: -Yo le he estado deseando buenas noches a la señorita Margovan, es más tarde de lo que pensaba.
John decidió ir conmigo. En la calle me preguntó si había observado algo singular en la manera de Julia.
-Yo pensé que estaba enferma -repliqué-, por eso es que me fui. Nada más fue dicho.
La tarde siguiente llegué tarde a mi alojamiento. Los eventos de la tarde anterior me habían puesto nervioso y enfermo, yo había tratado de curarme y alcanzar a aclarar el pensamiento caminando al aire libre, pero estaba oprimido por un horrible presagio del mal, un presagio que no podía formular. Era una noche fresca, de niebla, mi ropa y cabello estaban húmedos y me sacudía con frío. Con mi bata-peinador y zapatillas, delante de una ardiente parilla de carbones, estaba incluso más incómodo. Ya no temblaba más sino me estremecía, hay una diferencia. El espanto de alguna calamidad inminente era tan fuerte y desalentador, que traté de ahuyentarlo invitando a un pesar real, traté de disipar la concepción de un futuro terrible, sustituyendo la memoria de un pasado doloroso. Recordé la muerte de mis padres, y me esforcé para fijar mi mente en las últimas escenas tristes, al lado de sus camas y sus tumbas. Todo parecía vago e irreal, como si hubiera ocurrido eras atrás y a otra persona. Súbitamente, golpeando a través de mi pensamiento, y partiéndolo como una cuerda tensa es partida por el golpe de un acero -no puedo pensar en otra comparación-, ¡oí un grito agudo, como de uno en una agonía mortal! La voz era la de mi hermano, y parecía venir de la calle afuera de mi ventana. Salté hacia la ventana y la abrí de golpe. Una lámpara de calle, opuesta de modo directo, arrojaba una luz lánguida y fantasmal sobre el pavimento mojado y las fachadas de las casas. Un único policía, con el cuello de la camisa alzado, estaba recostado contra un poste de portón, fumando un puro de forma tranquila. No había nadie más a la vista. Yo cerré la ventana y jalé abajo la persiana, me senté delante del fuego y traté de fijar mi mente en mi entorno. A modo de asistencia, como la ejecución de algún acto familiar, miré mi reloj, éste marcaba las once y media. ¡De nuevo oí ese grito horrendo! Parecía en la habitación, a mi costado. Estaba asustado, y por unos momentos no tuve el poder de moverme. Unos pocos minutos más tarde -no tengo un recuerdo del tiempo intermedio-, me encontré apremiado a lo largo de una calle no familiar, tan rápido como podía caminar. Yo no sabía dónde estaba, ni adónde iba, pero de repente saltaba por los peldaños de una casa, delante de la que había dos o tres carruajes, y en la que había luces móviles y una sometida confusión de voces. Era la casa del sr. Margovan.
Usted conoce, buen amigo, lo que había ocurrido allí. En una cámara yacía Julia Margovan, horas de muerta por un veneno; en la otra John Stevens, sangrando por una herida de pistola en el pecho, infligida por su propia mano. Cuando yo irrumpí en la habitación, empujé a los médicos a un lado y puse mi mano sobre su frente, él abrió los ojos, miró en blanco, los cerró con lentitud y murió sin un signo.
Yo no conocí más hasta seis semanas después, cuando había sido cuidado, devuelto a la vida por su propia santa esposa en su propio bello hogar. Todo eso usted lo conoce, pero lo que no conoce es esto -que, sin embargo, no lleva al sujeto de sus investigaciones psicológicas- al menos, no a esa rama de éstas en la que, con una delicadeza y consideración todas propias suyas, usted ha pedido menos asistencia, de la que yo pienso le he dado.
Una noche de luna varios años después, yo estaba pasando por la plaza Union. Era una hora tardía y la plaza estaba desierta. Ciertas memorias del pasado, naturalmente, vinieron a mi mente al llegar al sitio, donde una vez había sido testigo de esa asignación fatal, y con esa perversidad inexplicable, que nos provoca a habitar con pensamientos del más doloroso carácter, me senté en uno de los bancos para gustarlos. Un hombre entró a la plaza, y vino a lo largo del paseo hacia mí. Sus manos estaban apretadas detrás de él, su cabeza estaba bajada, parecía no observar nada. Al aproximarse a la sombra en la que yo estaba sentado, lo reconocí como el hombre a quien había visto encontrar a Julia Margovan, años antes en ese sitio. Pero estaba alterado de una forma terrible, gris, desgastado y demacrado. La disipación y el vicio estaban en evidencia en cada mirada, la enfermedad no era menos aparente. Su ropa estaba en desorden, su cabello caía sobre su frente con un desarreglo, que una vez fue extraño y pintoresco. Parecía más ajustado a la restricción que a la libertad, la restricción de un hospital.
Sin un propósito definido, me levanté y lo confronté. Él levantó la cabeza y me miró de lleno al rostro. Yo no tengo palabras para describir, el cambio fantasmal que se produjo en él mismo, era una mirada de terror indecible, se pensaba cara a cara con un fantasma. Pero era un hombre corajudo. -¡Maldito seas, John Stevens! -gritó, y alzando su brazo trémulo lanzó su puño a mi rostro débilmente, y cayó de cabeza sobre la gravilla, mientras yo me alejaba caminando.
Alguien lo encontró allí, muerto como una piedra. Nada más se conoce de él, ni incluso su nombre. Conocer de un hombre que éste está muerto, debería ser suficiente.

Título original: One of Twins, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, octubre de 1888, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Karl Witkowski, Playing With Fire, XX.

jueves, 21 de julio de 2011

El bautismo de Dobsho


Fue una cosa malvada que hacer, ciertamente. Yo me he arrepentido a menudo desde entonces, y si la oportunidad de hacer eso se presentara de nuevo, vacilaría largo tiempo antes de abrazarla. Pero era joven en ese momento, y abrigaba una especie de humor del que he abjurado desde entonces. Aún, cuando recuerdo el carácter de las personas que se burlaban, y llevaban al descrédito la letra y el espíritu de nuestra santa religión, siento cierta satisfacción por haber contribuido con un débil esfuerzo, hacia hacerlas ridículas. En consideración del poco bien que yo pueda haber hecho de esa manera, le ruego al lector que juzgue mi error concedido de modo tan lenitivo como sea posible. Esta es la historia.
Unos años atrás el pueblo de Harding, en Illinois, experimentó “un revivir de la religión”, como la gente lo llamó. Hubiera sido más acertado y menos profano nombrarlo un revivir del alboroto, por la locura que lo originó y por la que fue diseminado, la secta que yo voy a llamar la comunión alborotada, y la mayoría del brincoteo y el griterío se hizo con ese interés. Entre esos que se rindieron a la influencia estaba mi amigo Thomas Dobsho. Tom había sido un pecador bastante malo de una manera menuda, pero fue a esa nueva cosa con el corazón y el alma. En una de las reuniones hizo una confesión pública de más pecados, de los que nunca fue o nunca podía haber sido culpable, parando justo antes de los crímenes estatutarios, e incluso insinuando de forma significativa, que podría decir una buena porción más si estuviera presionado. Quería unirse a la absurda comunión el mismo atardecer de su conversión. Quería unirse a dos o tres comuniones. De hecho, fue llevado tan lejos por su celo, que algunos de los hermanos me hicieron la insinuación, de que lo llevara a casa, él y yo ocupábamos apartamentos contiguos en el Hotel Elephant.
El fervor de Tom, como sucede, estuvo cerca de derrotar su propio propósito; en lugar de llevarlo al redil de una vez, sin referencia o “carácter”, como era su manera usual, los hermanos recordaron en su contra sus confesiones espantosas, y lo pusieron a prueba. Pero después de unas pocas semanas, durante las que se condujo como un lunático decente, se decidió bautizarlo junto con una docena de otros casos bastante difíciles, quienes habían sido convertidos más reciente. Yo me persuadí de que era mi deber prevenir esa ceremonia sacrílega, aunque pienso ahora que erré en cuanto a los medios adoptados. Iba a tener lugar un domingo, y el sábado anterior llamé a la cabeza revivida, el rev. sr. Swin, y le solicité una entrevista.
-Yo vengo -dije, con una renuencia y un embarazo simulados-, de parte de mi amigo, el hermano Dobsho, para hacer una petición muy delicada e inusual. Usted, creo, lo va a bautizar el día de mañana, y confío en que será para él el comienzo de una vida nueva y mejor. Pero yo no sé si usted está enterado de que en su familia todos son unos jugadores, y que él mismo está manchado con la malvada herejía de esa secta. Así es. Él está, como uno podría decir en la secular metáfora, “en la cerca” entre su grave error y la fe pura de su iglesia. Sería muy melancólico si él debiera ponerse abajo, en el lado equivocado. Aunque confieso con vergüenza que yo mismo no he abrazado la verdad, espero que no estoy demasiado ciego para ver donde está ésta.
-La calamidad que usted aprehendió -dijo el reverendo patán, después de una reflexión solemne-, va, en efecto, a afectar seriamente el interés de nuestro amigo y poner en peligro su alma. Yo no había esperado, que el hermano Dobsho se rindiera tan pronto ante una buena pelea.
-Yo pienso, señor -repliqué con reflexión-, que no hay temor de eso si el asunto es manejado con habilidad. Él está de corazón con ustedes, me podría aventurar a decir con nosotros, en cada punto menos uno. ¡Él favorece la inmersión! Ha sido un pecador tan vil, que teme tontamente que el rito más simple de su iglesia, no lo pondrá lo suficiente mojado. ¿Usted lo cree?, sus no instruidos escrúpulos sobre el punto son tan groseros y materialistas, ¡que él realmente sugiere enjabonarse a sí mismo como una ceremonia preparatoria! Yo creo, sin embargo, que si en lugar de salpicar a mi amigo, ustedes le vertieran una generosa jofaina de agua en la cabeza… pero ahora que pienso en eso en su presencia luminosa, veo que tal proceder está por completo fuera de cuestión. Yo temo que debemos dejar que los asuntos tomen el curso usual, confiando en nuestros esfuerzos últimos, para prevenir la apostasía que pueda resultar.
El párroco se levantó y caminó por el suelo un momento, entonces sugirió que era mejor ver al hermano Dobsho, y laborar para eliminar su error. Yo le dije que no creía, estaba seguro que no sería lo mejor. El argumento sólo lo confirmaría en sus prejuicios. Así se estableció que el sujeto no debía ser abordado en ese trimestre. Hubiera sido malo para mí si hubiera sido.
Cuando reflexiono ahora sobre la astucia de esa conversación, la falsedad de mis representaciones y lo malvado de mi motivo, estoy casi avergonzado de proceder con mi narración. Hubiera sido el ministro otra cosa que un embustero redomado, yo espero jamás hubiera sufrido por mí mismo, para hacerlo el primo de un esquema tan sacrílego en sí mismo, y proseguido con tal pecador descuido del honor.
El memorable sabbath amaneció brillante y hermoso. Hacia las nueve en punto la vieja campana agrietada, montada sobre un puntal delante de la “casa de reunión”, empezó a clamar su llamada al servicio, y casi toda la población de Harding tomó su camino a la actuación. Yo había tomado la precaución de poner mi reloj quince minutos adelante. Tom se estaba preparando para la ordalía de modo nervioso. Se había metido en su mejor traje una hora antes de tiempo, llevaba su sombrero por la habitación de la forma más sin objetiva y demente, y consultó su reloj un centenar de veces. Yo iba a acompañarlo a la iglesia, y pasaba el tiempo ajetreado por la habitación, haciendo las cosas más extraordinarias de la manera más exasperante; en resumen, manteniendo la excitación febril de Tom, con cada dispositivo malvado que pudiera pensar. A la media hora del tiempo real para el servicio, súbitamente, chillé:
-¡Oh, yo digo, Tom, perdóneme, pero esa cabeza suya está justo temible! ¡Por favor, déjeme cepillarla un poco!
Asiéndolo por los hombros, lo empujé a una silla con el rostro hacia la pared, eché mano de su peine y cepillo, me puse detrás de él y empecé a trabajar. Él estaba temblando como un niño, y no sabía más de lo que yo estaba haciendo, como si le hubieran quitado el cerebro. Ahora, la cabeza de Tom era una curiosidad. Su cabello, que era notablemente grueso, era como de alambre. Estando cortado bastante corto, se paraba por todo su cuero cabelludo, como las espinas de un puercoespín. Había sido una queja favorita de Tom, que jamás podía hacer nada con esa cabeza. Yo no encontré dificultad, hice algo para ésta, aunque me sonrojo al pensar lo que era. Hice algo que temía, él pudiera descubrir si se miraba en el espejo, así que saqué mi reloj con descuido, abierto de golpe, di un salto y grité:
-¡Por Júpiter! Thomas, perdone la maldición, pero estamos atrasados. ¡Su reloj está mal del todo, mire el mío! Aquí está su sombrero, viejo colega, vamos de prisa. ¡No hay un momento que perder!
Encajando su sombrero en su cabeza, lo saqué de la casa con una violencia real. En cinco minutos más estábamos en la casa de reunión, con más tiempo que nunca para gastar.
Los servicios ese día, me han dicho, fueron especialmente interesantes e impresionantes, pero yo tenía una buena porción más en mi mente, estaba preocupado, ausente, inatento. Ellos podían haber variado la usual exhibición profana, en cualquier respecto y en cualquier extensión, y no lo hubiera observado. La primera cosa que percibí con claridad, fue una fila de “conversos” de rodillas ante el “altar”, Tom a la izquierda de la línea. Entonces el rev. sr. Swin se aproximó a él, metiendo sus dedos con aire pensativo en un menudo cuenco de barro con agua, como si recién hubiera terminado de cenar. Yo estaba muy afectado: no podía ver nada con distinción por mis lágrimas. Mi pañuelo estaba en mi rostro, la mayoría de éste adentro. Fue observado que sollozaba de modo espasmódico, y estoy abochornado al pensar, cuántas muchas personas sinceras siguieron mi ejemplo de forma equívoca.
Con algunas palabras solemnes, cuyo propósito yo no podía entrever por completo, excepto que sonaban como un juramento, el ministro se paró delante de Thomas, me echó una mirada de inteligencia y entonces, con una expresión inocente en el rostro, cuyo recuerdo me llena hasta este día de remordimiento, derramó, como por accidente, el entero contenido del cuenco en la cabeza de mi pobre amigo, ¡esa cabeza sobre cuyo cabello, yo había cernido una pródiga profusión de polvo Seidlitz!
Lo confieso, el efecto fue mágico, todo quien estuvo presente le diría eso. El prisionero de guerra Tom se coció -bullió-, espumeó en levadura ¡y babeó como un perro rabioso! ¡Echó vapor y siseó, con chorros y destellos enojados! En un segundo se había puesto más grande, que un banco de nieve menudo, y más blanco. Éste surgió, hirvió, borbotó, se desbordó y farfulló, ¡soltando copos plumosos como desde abajo de un cisne cazado! La espuma se vertió cremosa por su rostro, y se le metió en los ojos. ¡Fue el shampoo más pecador de la temporada!
No se puede relatar la conmoción que esto produjo, ni yo lo haría si pudiera. En cuanto a Tom, se puso en pie de un salto y salió de la casa tambaleándose, buscando a tientas su camino entre los bancos, farfullando profanidades ahogadas ¡y jadeando como un pez varado! Los otros candidatos al bautismo se levantaron asimismo, sacudiendo sus molleras como para decir: “No, usted no lo hace, mi cordial”, y dejaron la casa en un cuerpo. En medio del silencio inviolado, el ministro re-ascendió al púlpito con el cuenco vacío en la mano, y fue el primero en hablar:
-Hermanos y hermanas -dijo con una calmada, deliberada llaneza de tono-, yo he perorado en este tabernáculo por muchos más años, de los dedos que tengo en las manos y los pies, y durante ese tiempo no he conocido astucia, enojo, ni ninguna falta de caridad. En cuanto a Henry Barber, quien me puso en este empleo, yo no lo juzgo para no ser juzgado. ¡Que él tome esto y no peque más!-, y lanzó el cuenco de barro con una puntería tan certera, que éste se estrelló contra mi cráneo. El reproche no era inmerecido, lo confieso, y confío en que he sacado provecho de éste.

Título original: A Sinful Freak, publicado por primera vez en Fun, mayo de 1874, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Bruce Greene, Early Arrival, XXI.

miércoles, 20 de julio de 2011

El capitán del Camel


El barco se llamaba Camel. De algún modo era un bajel extraordinario. Pesaba seiscientas toneladas, pero cuando había tomado suficiente lastre, para cuidarse de volcarse como un pato cazado, y estaba aprovisionado para un viaje de tres meses, fue necesario ser harto fastidioso en la elección de la carga y los pasajeros. Para ilustración, mientras estaba a punto de dejar el puerto, un bote vino por el costado con dos pasajeros, un hombre y su esposa. Éstos habían reservado el día anterior, pero se habían quedado en tierra para tener una comida más decente, antes de comendarse al “salado barato”, como el hombre llamaba a la vianda del barco. La mujer subió a bordo, y el hombre se estaba preparando para seguir, cuando el capitán se inclinó por el costado y lo vio.
-Bueno -dijo el capitán-, ¿qué usted quiere?
-¿Qué yo quiero? -dijo el hombre, echando mano de la escala-. Yo voy a embarcar en este barco aquí, eso es lo que quiero.
-No con toda esa gordura en usted -rugió el capitán-. Usted no pesa una onza menos de dieciocho piedras, y yo tengo que tener mi ancla aún. ¿Usted no me haría dejar el ancla, supongo?
El hombre dijo que no le importaba el ancla, él era justo como Dios lo había hecho (parecía como si su cocinero hubiera tenido algo que ver con eso) y, hundido o nadando, se proponía embarcar en ese barco. Una buena porción de disputa siguió, pero uno de los marineros, finalmente, le lanzó al hombre un salvavidas de corcho, y el capitán dijo que lo iba a aligerar y podría venir afuera.
Ese era el capitán Abersouth, en lo anterior del Mudlark, tan buen marino que siempre se sentaba en la borda a leer una novela de tres volúmenes. Nada podía igualar la pasión de ese hombre por la literatura. En cada viaje ponía tantos fardos de novelas, que no había estiba para la carga. Había novelas en la bodega, novelas en el entrepuente, novelas en el salón y en las camas de los pasajeros.
El Camel había sido diseñado y construido por su dueño, un arquitecto de la ciudad, y parecía tan mucho un barco, como el arca de Noé lo parecía. Éste tenía ventanas voladizas y una veranda, una cornisa y puertas en la línea de flotación. Esas puertas tenían aldabas y campanas de sirvientes. Había habido un fútil intento en un área. El salón de pasajeros estaba en la cubierta superior, y tenía un techo de teja. A esa estructura jorobada el barco debía su nombre. Su diseñador había erigido diversas iglesias -la de San Ignotus aún se utilizaba como cervecera en Hotbath Meadows- y, poseso de la idea eclesiástica, había dado al Camel un crucero, pero hallando que eso impedía su paso por el agua, lo había eliminado. Eso debilitó el medio del bajel. El mástil mayor era algo así como una aguja. Éste tenía un cataviento. Desde ese chapitel el ojo dominaba una de las vistas más bellas de Inglaterra.
Tal era el Camel cuando yo me le uní en 1864, para un viaje de descubrimiento al polo sur. La expedición estuvo bajo los “auspicios” de la Real sociedad para la promoción del juego limpio. En una reunión de esa excelente asociación, se había “resuelto” que la parcialidad de la ciencia con el polo norte, era una odiosa distinción entre dos objetos igualmente meritorios; que la naturaleza había marcado su desaprobación de eso, en el caso de sir John Franklin y muchos de sus imitadores, que eso les sirvió justo muy bien; que esa empresa debía ser asumida, como una protesta contra el espíritu de sesgo indebido; y, finalmente, que ninguna parte de la responsabilidad o expensa debía delegar en la sociedad en su carácter corporativo, pero que cualquier miembro individual podía contribuir al fondo si era lo suficiente tonto. Es sólo una justicia común decir que ninguno de ellos lo fue. Al Camel meramente se le partió el cable un día, mientras yo estaba a bordo por casualidad; se fue a la deriva fuera del puerto hacia el sur, seguido por las execraciones de todos quienes lo conocían, y no podía volver. En dos meses había cruzado el ecuador, y el calor empezó a hacerse insoportable.
Súbitamente, estábamos encalmados. Había habido una buena brisa hacia las tres de la tarde, y el barco había hecho tan mucho como dos nudos por hora cuando, sin una palabra de advertencia, las velas empezaron a hincharse de una manera equívoca, debido al ímpetu que el barco había adquirido; y luego, cuando éste expiró, colgaron tan mustias y exánimes como los faldones de una casaca. El Camel no sólo se quedó parado inmóvil, sino que se movió un poco atrás, hacia Inglaterra. El viejo Ben, el contramaestre, dijo que él sólo había conocido una calma más muerta, y que ésa fue, explicó, cuando Jack el predicador, un marinero reformado, se había excitado en un sermón en la capilla de un marino, y gritado que el arcángel Miguel tiraría al dragón al calabozo, y le daría una probada del final de la soga, ¡malditos sean sus ojos!
Nos quedamos en ese estado horrendo la mejor parte del año cuando, poniéndose impaciente, la tripulación me diputó para buscar al capitán y ver si no se podía hacer algo sobre eso. Lo encontré en una remota esquina con telaraña del entrepuente, con un libro en la mano. A un costado de él, las cuerdas recién cortadas, había tres fardos de Ouida, en el otro una montaña de la señorita M.E. Braddon se elevaba por encima de su cabeza. Había terminado Ouida y estaba abordando a la señorita Braddon. Estaba bastante cambiado.
-Capitán Abersouth -dije, andando de puntillas, para saltarme las laderas inferiores de la sta. Braddon-, ¿va a ser lo suficiente bueno para decirme, cuánto tiempo va a seguir esta cosa?
-No puedo decir que yo esté seguro -replicó sin apartar los ojos de la página-. Ellos, probablemente, la van a componer hacia la mitad del libro. Mientras tanto, el viejo Pondronummus va a enredar su aparejo, y a sacarle los papeles a Looney Haven, y el joven Monshure de Boojower va a venir por un millón. Entonces, si la orgullosa y justa Angelica no bolinea, y viene a su estela después de envenenar a ese abogado de mar, Thundermuzzle, yo no sé nada de las profundidades y bajíos del corazón humano.
Yo no podía tener una visión tan esperanzada de la situación, y fui a la cubierta sintiéndome muy desanimado. Tan pronto había sacado mi cabeza afuera, ¡observé que el barco se estaba moviendo a una alta tasa de velocidad!
Teníamos a bordo un ternero y un holandés. El ternero estaba encadenado por el cuello al mástil mayor, pero al holandés se le concedía una buena porción de libertad, siendo encerrado por la noche solamente. Había mala sangre entre los dos, una disputa de larga data, que tenía su origen en el apetito del holandés por la leche y el sentido de dignidad personal del ternero, la causa particular de la ofensa sería tedioso de relatar. Tomando ventaja sobre la siesta vespertina de su enemigo, el holandés ahora se las había arreglado para arrimarse a él, y había salido por el bauprés para pescar. Cuando el animal se despertó y vio a la otra criatura gozando de él mismo, se sentó a horcajadas sobre la cadena, apuntó con los cuernos, puso las patas traseras contra el mástil y se situó en curso hacia el ofensor. La cadena era fuerte, el mástil firme y el barco, como dice Byron, “andaba por el agua como una cosa en curso”.
Después de eso mantuvimos al holandés justo donde estaba, noche y día, el viejo Camel logrando una mejor velocidad, de la que jamás había logrado con el ventarrón más favorable. Sostuvimos hacia el sur.
Habíamos estado ya largo tiempo sin suficiente comida, en particular carne. No podíamos prescindir del ternero ni del holandés; y el carpintero del barco, esa tradicional primera ayuda al famélico, era una mera bolsa de huesos. Los peces no picaban ni eran picados. La mayoría del aparejo corrido del barco había sido utilizado en la sopa de macarrones; toda la obra de cuero, nuestros zapatos incluidos, había sido devorada en omelettes; con la estopa y el alquitrán habíamos hecho una ensalada justo soportable. Después de una breve carrera experimental como tripa, las velas habían partido de esta vida para siempre. Sólo quedaban dos cursos de los que escoger, podíamos comernos el uno al otro, como era la etiqueta del mar, o compartir las novelas del capitán Abersouth. ¡Una alternativa espantosa!, pero una elección. Y era raro, pienso yo, que a unos marineros hambrientos se les ofreciera una carga de barco, de los mejores autores populares ya asados por los críticos.
Nos comimos la ficción. Las obras que el capitán había arrojado a un costado duraron seis meses, pues la mayoría de éstas eran de autores mejor vendidos y estaban bien duras. Después que éstas se habían ido -por supuesto, algunas tuvieron que ser dadas al ternero y al holandés-, nos paramos junto al capitán tomando los otros libros de sus manos, mientras él los terminaba. A veces, cuando estábamos al parecer en nuestro último aliento, él se saltaba toda una página de moralización o un poco de descripción; y siempre, tan pronto como preveía con claridad el dénoûement -lo que hacía generalmente por la mitad del segundo volumen- la obra era entregada a nosotros sin una palabra de queja.
El efecto de esa dieta era no ingrato pero notable. Físicamente nos sostenía, mentalmente nos exaltaba, moralmente nos hacía sólo un poco peor de lo que éramos. Hablábamos como ningunos seres humanos jamás hablaron antes. Nuestro ingenio era pulido pero sin punto. Como en una escena de combate con espadón, cada corte tenía su esquive, así que en nuestra conversación cada comentario sugería la réplica, y eso necesitaba de cierta respuesta. Una vez interrumpida la secuencia, todo era nadería; cuando el hilo se rompía se veía que las cuentas eran céreas y huecas.
Nos hacíamos el amor el uno al otro, y complotábamos de modo misterioso en la más profunda oscuridad de la bodega. Cada serie de conspiradores tenía su propio escucha en la escotilla. Éstos, al inclinarse demasiado por encima, chocaban con las cabezas y peleaban. Ocasionalmente, había una confusión entre ellos: dos o más afirmaban su derecho a oír el mismo complot. Yo recuerdo que a un tiempo el cocinero, el carpintero, el segundo asistente de cirujano y un marino capaz contendieron con espeques por el honor de traicionar mi confianza. Una vez había tres asesinos con máscaras de la segunda vigilia, curvados al mismo instante sobre la forma durmiente de un mozo de cabina, a quien se había oído murmurar la semana anterior que tenía “¡oro, oro!”; la acumulación de ochenta -sí, ochenta- años de piratería en alta mar, mientras estaba de M.P. para el distrito de Zaccheus-cum-Down, y asistía a la iglesia de modo regular. Yo vi al capitán de la cofa de trinquete rodeado de pretendientes a su mano, mientras él mismo estaba tocando el borde de una caja de embalaje, y cantando una amorosa cantinela a una afeitada dama-amada en un espejo.
Nuestra dicción consistía, en casi partes iguales, de alusiones clásicas, citas de establo, sonrisas de espetera, jerga de clubes y el slang técnico de la heráldica. Nos jactábamos mucho de los ancestros, y admirábamos la blancura de nuestras manos, cada vez que la piel era visible a través de un fallo en la grasa y el alquitrán. Junto al amor, el reino vegetal, el asesinato, el incendio, el adulterio y el ritual, hablábamos más de arte. El mascarón de proa de madera del Camel, que representaba a un negro de Guinea detectando un mal olor, y la pintura monocroma de dos delfines de lomo partido en la popa, adquirieron una nueva importancia. El holandés había destruido la nariz de uno dándole patadas a éste, y el otro estaba casi obliterado por las lavazas de la cocina; pero cada uno tenía su peregrinar diario, y cada uno desarrollaba de forma constante ocultas bellezas de diseño y sutiles excelencias de ejecución. En general estábamos bastante alterados, y si el suministro de ficción contemporánea hubiera sido igual a la demanda, el Camel, me temo, no habría sido lo suficiente fuerte para contener a las fuerzas morales y estéticas, disparadas por la maceración de los cerebros de los autores en los jugos gástricos de los marineros.
Habiendo pasado ahora la literatura del barco de su mente a la nuestra, el capitán fue a cubierta por primera vez desde que dejara el puerto. Aún estábamos llevando el mismo curso y, haciendo su primera observación del sol, el capitán descubrió que estábamos a 83° de latitud sur. El calor era insufrible, el aire era como el aliento de un horno dentro de un horno. El mar humeaba como un caldero hirviente, y en el vapor nuestros cuerpos se sancochaban de modo tentador, nuestra última comida se estaba preparando. Combado por el sol, el barco mantenía ambos extremos alto fuera del agua; la cubierta del castillo de proa era un plano inclinado, en el que el ternero laboraba con desventaja, pero el bauprés estaba ahora vertical y la tenencia del holandés era precaria. Un termómetro colgaba contra el mástil mayor, y nosotros nos agrupamos alrededor de éste, mientras el capitán subía para examinar el registro.
-¡Ciento noventa grados fahrenheit! -murmuró con asombro evidente-. ¡Es imposible! Volviéndose en redondo agudamente, nos recorrió con los ojos e inquirió en un tono perentorio-, ¿quién ha estado al comando, mientras yo estaba recorriendo con los ojos este libro?
-Bueno, capitán -repliqué de forma tan respetuosa como sabía-, el cuarto día afuera yo tuve la infelicidad de ser arrastrado a una disputa sobre un juego de cartas, con sus oficiales primero y segundo. En ausencia de esos marinos excelentes, señor, yo pensé que era mi deber asumir el control del barco.
-¿Los mataste, eh?
-Señor, ellos cometieron un suicidio al cuestionar la eficacia de cuatro reyes y un as.
-Bueno tú, burdo, ¿qué tienes que decir en defensa de este clima extraordinario?
-Señor, no es culpa mía. Estamos lejos, muy lejos al sur, y ahora es mediados de julio. El clima es incómodo, lo admito, pero considerando la latitud y la estación, no está, yo protesto, fuera de estación.
-¡La latitud y la estación! -chilló, lívido de rabia-, ¡la latitud y la estación! ¿Por qué tú, traste aparejado, fondo plano, lugre de pradera no sabes algo mejor que eso? ¿No te dijo jamás tu pequeño hermano menor, que las latitudes sureñas son más frías que las norteñas, y que julio es mediados de invierno aquí? ¡Ve abajo tú, hijo de pinche, o te voy a romper los huesos!
-¡Oh, muy bien! -repliqué-, yo no me voy a quedar en la cubierta y escuchar un lenguaje tan bajo como ese, le advierto. Hágalo a su manera.
Apenas las palabras habían dejado mis labios, cuando un viento frío penetrante hizo que yo lanzara mis ojos al termómetro. En el nuevo régimen de ciencia el mercurio estaba descendiendo con rapidez, pero en un momento el instrumento fue oscurecido por una caída de nieve cegadora. Elevados témpanos se alzaban desde el agua a cada costado, colgando sus masas dentadas cientos de pies por encima del tope del mástil, y encerrándonos por completo. El barco se torcía y retorcía, sus cubiertas se abultaron hacia arriba, y cada madero crujió y se quebró como el disparo de una pistola. El Camel se congeló con rapidez. El tirón de su parada súbita rompió la cadena del ternero, y envió a ambos el animal y el holandés por encima de la proa, a cumplir su guerra en el hielo.
Abriendo mi camino a codazos para ir abajo, como había amenazado, vi a la tripulación tumbada en la cubierta a cada mano, como bolos. Estaban congelados tiesos. Pasando al capitán, le pregunté con escarnio cómo le gustaba el clima bajo el nuevo régimen. Él replicó con una mirada vacante. El frío le había penetrado hasta el cerebro, y afectado la mente. Murmuró:
-En este sitio delicioso, feliz en la estimación del mundo, y rodeado de todo lo que hace la existencia querida, ellos pasaron el resto de sus vidas. El fin.
Su mandíbula cayó. El capitán del Camel estaba muerto.

Título original: A Nautical Novelty, publicado por primera vez en Tom Hood's Comic Annual, 1875, con la firma: "Dod Grile".
Imagen: Geoff Hunt, HMS Bellona on blockade duty off Brest, XXI.

martes, 19 de julio de 2011

La ciudad del irse lejos


Yo nací de unos padres pobres por honestos, y hasta que tuve veintitrés años de edad, nunca supe las posibilidades de felicidad que latían en las monedas de otra persona. Por ese tiempo la providencia me lanzó a un dormir profundo, y me reveló en un sueño la locura de laborar. "Contempla -dijo la visión del santo ermitaño-, la pobreza y el escualor de tu lote, y escucha las enseñanzas de la naturaleza. Tú te levantas en la mañana de tu jergón de paja, y vas a tu labor diaria en los campos. Las flores asienten con sus cabezas en salutación amistosa a tu paso. La alondra te recibe con un estallido de canto. El sol temprano derrama sus rayos temperados sobre ti, y de la hierba con rocío inhalas una atmósfera fresca y grata a tus pulmones. Toda la naturaleza parece saludarte, con el júbilo de un sirviente generoso que da la bienvenida a un amo fiel. Tú estás en armonía con su humor gentil y tu alma canta dentro de ti. Tú empiezas tu tarea diaria con el arado, esperando que el mediodía cumplirá la promesa de la mañana, madurando los encantos del paisaje y confirmando su bendición sobre tu espíritu. Tú sigues el arado hasta que la fatiga invoca el reposo y, sentándote en la tierra al final de tu surco, esperas disfrutar a plenitud las delicias, de lo que apenas has probado.
¡Alas!, el sol se ha elevado a un cielo bronceado, y sus rayos se han convertido en un torrente. Las flores han cerrado sus pétalos, confinando su perfume y negando sus colores al ojo. La frescura no exhala más de la hierba: el rocío se ha desvanecido, y la seca superficie de los campos repite el feroz calor del cielo. Los pájaros del cielo no te saludan más con una melodía, pero el arrendajo te reprende con aspereza desde el linde del boscaje. ¡Hombre infeliz!, todas las gentiles y curativas ministraciones de la naturaleza te son negadas, en castigo a tu pecado. Tú has violado el primer mandamiento del Decálogo natural: ¡tú has laborado!”
Al despertar de mi dormir recogí mis pocas pertenencias, solté un adieu a mis padres errados y partí de esa tierra, deteniéndome en la tumba de mi abuelo, quien había sido sacerdote, para hacer el juramento de que nunca más, ayudándome el cielo, ganaría yo un penique honesto.
Cuánto tiempo viajé no lo sé, pero llegué por último a una gran ciudad junto al mar, donde me establecí como médico. El nombre de ese lugar no lo recuerdo ahora, pues tales fueron mi actividad y renombre en mi nueva profesión, que los concejales, movidos por la presión de la opinión pública, lo alteraron, y desde entonces el lugar fue conocido como la Ciudad del irse lejos. No es necesario decir que yo no tenía conocimiento de medicina pero, tras asegurar el servicio de un eminente falsificador, obtuve un diploma que pretendía haber sido otorgado por la Real curandería del empirismo charlatán de los gafes, que enmarcado en siemprevivas, y suspendido con un poco de crêpe de un sauce enfrente de mi oficina, atrajo a los enfermos en gran número. En conexión con mi dispensario, conduje uno de los más grandes establecimientos empresariales jamás conocido, y tan pronto como mis medios lo permitieron, adquirí un amplio tracto de tierra y lo hice un cementerio. Yo poseía asimismo algunas obras de mármol muy provechosas, a un lado del portón del cementerio, y en el otro un extenso jardín de flores. Mi emporio doliente estaba patrocinado por la belleza, la moda y la tristeza de la ciudad. En resumen, estaba en una muy próspera forma de negocio, y al año fui capaz de enviar por mis padres, y de establecer a mi viejo padre de un modo muy confortable, como recibidor de bienes robados; un acto que, lo confieso, se salvó del reproche de la gratitud filial sólo, por mi exacción de todos los provechos.
Pero las vicisitudes de la fortuna son evitables sólo, con la práctica de la más severa indigencia: la previsión humana no puede proveer, contra la envidia de los dioses y las incansables maquinaciones del destino. El círculo ampliado de la prosperidad se hace débil mientras se expande, hasta que las fuerzas antagónicas que éste ha empujado atrás, se hacen poderosas por compresión para resistir y finalmente arrollar. Tan grande se hizo el renombre de mi habilidad en la medicina, que los pacientes me eran llevados de todas las cuatro partes del globo. Inválidos gravosos, cuya tardanza en morir era un pesar perpetuo para sus amigos; testadores acaudalados, cuyos legatarios estaban deseosos de venir por sus propios; niños superfluos de padres penitentes y padres dependientes de niños frugales; esposas de maridos con la ambición de volver a casarse, y maridos de esposas sin parada en las cortes de divorcio; éstas, y todas las clases concebibles de la población sobrante, eran conducidas a mi dispensario en la Ciudad del irse lejos. Venían en multitudes incalculables.
Los agentes de gobierno me traían caravanas de huérfanos, páuperos, lunáticos y a todo quien se había convertido en una carga pública. Mi habilidad en curar la orfandad y el pauperismo fue reconocida, en particular, por el parlamento agradecido.
Naturalmente, todo esto promovía la prosperidad pública, pues aunque yo obtenía la mayor parte del dinero que los extraños gastaban en la ciudad, el resto iba a los canales del comercio, y yo mismo era un liberal inversor, comprador y empleador, y un patrón de las artes y las ciencias. La Ciudad del irse lejos creció tan rápido, que en unos pocos años había encerrado mi cementerio, a despecho de su propio crecimiento constante. En ese hecho estaba el león que me rentaba.
Los concejales declararon mi cementerio un mal público y decidieron quitármelo, remover los cuerpos a otro lugar y hacer un parque de éste. Me iban a pagar por éste, y yo podía sobornar a los tasadores fácilmente para fijar un precio alto, pero por una razón que iba a aparecer la decisión me dio un pequeño júbilo. Fue en vano que protesté contra el sacrilegio de disturbar a los santos muertos, aunque era una apelación poderosa, pues en esa tierra los muertos eran tenidos en veneración religiosa. Los templos eran construídos en su honor y un separado sacerdocio mantenido a expensas del público, cuyo único deber era la realización de unos servicios memoriales de la clase más solemne y conmovedora. Por cuatro días al año había un festival del bien, como era llamado, cuando toda la gente dejaba a un lado su trabajo o negocio y, encabezada por los sacerdotes, marchaba en procesión por los cementerios, adornando las tumbas y rezando en los templos. Por mala que la vida de un hombre pudiera ser, se creía que cuando moría entraba en un estado de felicidad eterna e indecible. El expresar una duda de eso era una ofensa punible con la muerte. El negarle el entierro a los muertos o el exhumar un cuerpo enterrado, excepto bajo sanción de la ley por una dispensa especial y con una ceremonia solemne, era un crimen que no tenía una penalidad establecida, porque nadie había tenido nunca la audacia de cometerlo.
Todas esas consideraciones estaban a mi favor, pero la gente y sus oficiales cívicos estaban tan seguros, de que mi cementerio era injurioso para la salud pública, que éste fue condenado y tasado, y con terror en mi corazón recibí tres veces su valor y empecé a arreglar mis affairs a toda velocidad.
Una semana más tarde fue el día señalado, para la formal inauguración de la ceremonia de remoción de los cuerpos. El día estaba bonito, y la entera población de la ciudad y la comarca del entorno estaba presente en los imponentes ritos religiosos. Éstos fueron dirigidos por el mortuorio sacerdocio con todos los canónicos. Hubo un sacrificio propiciatorio en los templos del uno, seguido por un desfile procesional de gran esplendor, que terminó en el cementerio. El gran alcalde con su toga de Estado lideraba la procesión. Estaba armado con una pala dorada y seguido por un centenar de varones y hembras cantores, todos vestidos de blanco y cantando el himno del irse lejos. Detrás de éstos iba el sacerdocio menor de los templos, todas las autoridades cívicas, ataviadas con sus ropajes oficiales, cada uno llevando un cerdo vivo como ofrenda a los dioses de los muertos. De las muchas divisiones de la línea, la última estaba formada por un populacho con las cabezas descubiertas, que se cernía polvo en los cabellos en señal de humildad. Enfrente de la capilla mortuoria en medio de la necrópolis, estaba parado el sumo sacerdote con unas vestiduras preciosas, apoyado a cada mano por una línea de obispos y otros altos dignatarios de su prelacía, todos fruncidos con una extrema austeridad. Mientras el gran alcalde se detenía en la audiencia, el clero menor, las autoridades cívicas, el coro y el populacho cerraron y cercaron el sitio. El gran alcalde, poniendo su pala dorada a los pies del sumo sacerdote, se arrodilló en silencio.
-¿Por qué vienes aquí, presuntuoso mortal? -dijo el sumo sacerdote en tonos claros, deliberados-. ¿Es tu propósito sacrílego, con ese implemento, descubrir los misterios de la muerte y violar el reposo del bien?
El gran alcalde, aún de rodillas, sacó de su toga un documento con sellos portentosos: -Contempla, oh inefable; tu siervo, teniendo una orden de su pueblo, entrega en tus santas manos la custodia del bien, con el fin y el propósito de que éste yazga en la tierra más justa, debidamente preparada por consagración en contra de su venida.
Con eso colocó en las manos sacerdotales la orden del Consejo de concejales, que había decretado la remoción. Tocando meramente el pergamino, el sumo sacerdote lo pasó al Cabeza de la necrópolis a su lado, y elevando las manos relajó la severidad de su semblante, y exclamó: -Los dioses cumplen.
Abajo por la línea de los prelados a cada lado, sus gestos, miradas y palabras fueron repetidos de modo sucesivo. El gran alcalde se puso de pie, el coro empezó un cántico solemne y, oportunamente, un coche fúnebre tirado por diez caballos blancos con penachos negros, rodó adentro por el portón y se abrió camino a través de la multitud partida, hacia la tumba selecta para la ocasión, la de un alto oficial a quien yo había tratado por incumbencia crónica. El gran alcalde tocó la tumba con su pala dorada (que luego presentó al sumo sacerdote), y dos excavadores forzudos, con unas de hierro, se pusieron a trabajar con vigor.
En ese momento se observó que yo dejaba el cementerio y la comarca; por el reporte del resto de los procesos estoy endeudado con mi santo padre, quien me lo relató en una carta, escrita en la cárcel la noche antes de que tuviera el irreparable infortunio, de poner el rizo fuera de la soga.
Mientras los obreros procedían con su excavación, cuatro obispos se situaron en las esquinas de la tumba y, en el profundo silencio de la multitud, violado sólo por el áspero, crujiente sonido de las palas, repitieron de forma continua, una tras otra, las solemnes invocaciones y responsos del ritual del disturbado, implorando al hermano bendito el perdonar. Pero el hermano bendito no estaba allí. Dos toesas llenas zaparon por él en vano, luego lo dejaron. Los sacerdotes estaban visiblemente desconcertados, el populacho estaba horrorizado, pues esa tumba de modo indudable estaba vacante.
Después de una breve consulta con el sumo sacerdote, el gran alcalde le ordenó a los obreros abrir otra tumba. El ritual se omitió esta vez hasta que el ataúd fuera descubierto. No había un ataúd, ni un cuerpo.
El cementerio era ahora una escena de la más salvaje confusión y desánimo. La gente gritaba y corría aquí y allá, gesticulaba, clamaba, todos hablaban a la vez, nadie escuchaba. Algunos corrían por palas, paletas, azadas, palos, cualquier cosa. Algunos traían azuelas de carpintero, incluso cinceles de las obras marmóreas, y con esos utensilios inadecuados se ponían a trabajar en las primeras tumbas a que llegaban. Otros caían sobre los montículos con las manos desnudas, arañando la tierra con tal ansiedad como perros cavando en busca de marmotas. Antes del anochecer, la superficie de la mayor parte del cementerio había sido volteada; cada tumba había sido explorada hasta el fondo, y miles de hombres estaban desgarrando los espacios intermedios, con un frenesí tan furioso como la extenuación se lo permitiera. Cuando vino la noche las antorchas fueron prendidas, y bajo su resplandor siniestro esos mortales frenéticos, que parecían como una legión de demonios que realizaran algún rito sacrílego, prosiguieron con su trabajo decepcionante hasta que hubieron devastado el área entera. Pero no hallaron ningún cuerpo, ni incluso un ataúd.
La explicación es excesivamente simple. Una parte importante de mis ingresos se había derivado de la venta de cadavres a los colegios médicos, que nunca antes habían sido tan bien abastecidos, y que, en adicional reconocimiento de mis servicios a la ciencia, todos me habían otorgado diplomas, títulos y becas sin número. Pero su demanda de cadavres era desigual a mi abastecer: ni incluso con las más pródigas extravagancias, podían consumir una mitad de los productos de mi habilidad como médico. En cuanto al resto, yo había poseído y operado la jabonera más extensa y equipada por completo de toda la comarca. La excelencia de mi "Toilet Homoline" fue atestiguada por los certificados de veintenas de los más santos teólogos, y yo tenía uno en autógrafo de Badelina Fatti, la más famosa soprano viva.

Título original: The Gone Away: A Tale of Medical Science and Commercial Thrift, publicado por primera vez en San Francisco Examiner, diciembre de 1888, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Grand Wood, American Gothic, 1930.