sábado, 17 de julio de 2010

Una conflagración imperfecta


Una temprana mañana de junio de 1872 yo asesiné a mi padre, un acto que me causó una profunda impresión por ese tiempo. Eso fue antes de mi matrimonio, mientras estaba viviendo con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo con escalo que habíamos cometido esa noche. Éste consistía en su mayoría de bienes caseros, y la tarea de la división equitativa era difícil. La hicimos muy bien con las servilletas, las toallas y cosas así, y la platería fue partida con bastante, cercana igualdad, pero ustedes pueden ver por sí mismos que, cuando tratan de dividir una única caja de música entre dos, sin un remanente, tendrán un problema. Fue esa caja de música la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi pobre padre podría estar vivo ahora.
Era una pieza de la más exquisita y bella artesanía, incrustada con maderas costosas y tallada de modo muy curioso. No sólo tocaba una gran variedad de tonadas, sino también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cacareaba cada mañana a la luz del día, le dieran cuerda o no, y recitaba los diez mandamientos. Fue esa última consumación mencionada la que se ganó el corazón de mi padre, y le hizo cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque, posiblemente, habría cometido más si hubiera sido dispensado: él trató de ocultarme esa caja de música, y declaró por su honor que no se la había llevado, aunque yo sé muy bien que, en lo que a él concernía, el robo con escalo había sido emprendido, mayormente, con el propósito de obtenerla.
Mi padre tenía la caja de música escondida abajo de su capa, habíamos usado capas a modo de disfraz. Él me había asegurado con solemnidad que no se la había llevado. Yo sabía que se la había, y sabía algo de lo que él, evidentemente, era ignorante; es decir, que la caja cacarearía a la luz del día y lo traicionaría, si yo podía prolongar la división de los provechos hasta ese tiempo. Todo ocurrió como yo lo deseé: cuando la luz de gas empezaba a palidecer en la biblioteca, y la forma de las ventanas se veía vagamente detrás de las cortinas, un largo kikirikí salió de debajo de la capa del viejo caballero, seguido de algunos compases de un aria del Tannhauser, terminando con un fuerte chasquido. Una menuda hacha de mano, que habíamos utilizado para forzar la casa funesta, yacía entre nosotros sobre la mesa; yo la recogí. Viendo el viejo que un ulterior ocultamiento sería inútil, tomó la caja de abajo de su capa y la puso sobre la mesa. -Córtala en dos si tú prefieres ese plan –dijo-, yo traté de salvarla de la destrucción.
Era un apasionado amante de la música, y podía tocar la concertina con expresión y sentimiento.
Yo dije: -Yo no cuestiono la pureza de tu motivo: sería presuntuoso de mi parte poner en tela de juicio a mi padre. Pero el negocio es el negocio, y con esta hacha yo voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad, a menos que tú consientas en usar una bell-punch en todos los futuros robos con escalo.
-No -dijo-, después de cierta reflexión-, no, yo no podría hacer eso, eso parecería como una confesión de deshonestidad. La gente diría que tú desconfiaste de mí.
Yo no podía dejar de admirar su espíritu y sensibilidad; por un momento estuve orgulloso de él y dispuesto a pasar por alto su falta, pero un vistazo a la caja de música ricamente enjoyada me decidió y, como he dicho, removí al viejo de este valle de lágrimas. Habiendo hecho eso, estaba un poco inquieto. Él no sólo era mi padre, el autor de mi ser, sino que el cuerpo sería ciertamente descubierto. Ya era ahora la plena luz del día, y era probable que mi madre entrara a la biblioteca en cualquier momento. Bajo estas circunstancias, yo pensé que era expediente removerla a ella también, lo que hice. Entonces le pagué a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al jefe de policía, le dije lo que había hecho y le pedí su consejo. Sería muy doloroso para mí, si los hechos llegaran a ser conocidos públicamente. Mi conducta sería condenada en general, los periódicos la traerían contra mí, si yo alguna vez debía postular un cargo. El jefe vio la fuerza de esas consideraciones, él mismo era un asesino de vasta experiencia. Después de consultar con el juez presidente de la Corte de jurisdicción variable, me aconsejó ocultar los cuerpos en uno de los armarios-libreros, obtener un seguro por la casa pesado y quemarla. Yo procedí a hacer eso.
En la biblioteca había un armario-librero, que mi padre recién había adquirido de cierto inventor venático, y que no se había llenado. Era por su forma y tamaño algo así, como esos “roperos” de moda antigua que uno veía en los dormitorios sin closets, pero abierto a todo lo largo hasta abajo, como un vestido de noche de mujer. Tenía puertas de cristal. Yo recién había acomodado a mis padres, y ellos estaban ahora lo suficiente rígidos como para pararse erguidos; así que los puse parados en ese armario-librero, del que había removido los estantes. Los encerré y tachoneé unas cortinas sobre las puertas de cristal. El inspector de la oficina de seguros pasó una media docena de veces por delante del armario sin sospecha.
Esa noche, después de obtener mi póliza, le prendí fuego a la casa y fui por el bosque hacia el pueblo, a dos millas de distancia, donde me las arreglé para ser encontrado por el tiempo, en que la excitación estaba en su apogeo. Con gritos de aprensión por el destino de mis padres, me uní al tropel y arribé al fuego unas dos horas después de haberlo prendido. Todo el pueblo estaba allí cuando me arrojé. La casa estaba consumida por entero, pero en un extremo del lecho llano de rescoldos brillantes, muy vertical y no lastimado, ¡estaba el armario-librero! Las cortinas se habían quemado, exponiendo las puertas de cristal, a través de las cuales una feroz luz rojiza iluminaba el interior. Allí estaba parado mi querido padre “en los hábitos con que vivió”, y de éste lado la compañera de sus alegrías y tristezas. Ni un cabello de ellos estaba chamuscado, sus ropas estaban intactas. En sus cabezas y gargantas las lastimaduras, que en la consumación de mis designios yo había sido compelido a infligir, eran conspicuas. Como ante la presencia de un milagro, la gente estaba en silencio, el pavor y el terror habían acallado todas las lenguas. Yo mismo estaba bastante afectado.
Unos tres años después, cuando los sucesos aquí relatados se habían casi borrado de mi memoria, yo fui a Nueva York para ayudar a pasar unos bonos de Estados Unidos falsificados. Un día, mirando una tienda de muebles con descuido, vi la contraparte exacta de ese armario-librero. -Yo se lo compré por una bagatela a un inventor reformado -explicó el vendedor-. Él me dijo que era a prueba de fuego, estando los poros de la madera llenados con alumbre bajo presión hidráulica, y el cristal hecho de asbesto. Yo no supongo que sea, realmente, a prueba de fuego, usted se lo puede llevar por el precio de un armario-librero ordinario.
-No -le dije-, si usted no me puede garantizar que sea a prueba de fuego, yo no me lo voy a llevar -y le di los buenos días.
Yo no me lo hubiera llevado por ningún precio: me revivió unas memorias que eran excesivamente desagradables.

Título original: An Imperfect Conflagration, publicado por primera vez en Wasp, marzo de 1886, con la firma: "Ambrose Bierce".
Imagen: Frank McCarthy, rockwellmuseum.org., XX.